Hace 2 millones de años empezamos a comer carne. Hace 500 mil que asamos. Primero a la cruz, al fuego y costumbre de gauchos. Con el desembarco de comidas mediterráneas, la aristocracia mostró al asado como identidad nacional. Los inmigrantes acostaron a la vaca. Y la antropóloga Patricia Aguirre se encarga de alimentar el fuego.
Hace alrededor de 2 millones de años, nuestros antepasados empezaron a comer carne. En la medida en que la incorporaron a su dieta de forma regular, todo cambió: masticar carne procesada con las primeras herramientas de piedra –faltaban cientos de miles de años para que se empezara a cocinar– habría sido decisivo para el desarrollo de nuestra inteligencia. Y también de nuestro cuerpo: el mayor consumo de carne implicó una reducción del tubo digestivo, un aumento del tamaño del cerebro y la reducción del aparato masticador. Una vez que probamos carne, no pudimos parar, y pasamos de la carroña ocasional a convertirnos en grandes cazadores. Luego, con la domesticación del fuego, 500.000 años atrás, empezó la otra nueva etapa: la carne asada.

Imágenes: Tomás Alexander
¿Cómo se transformó una práctica milenaria, común a toda la humanidad, en un elemento central de nuestra identidad nacional? ¿Qué valores se asan junto a la carne cada vez que encendemos un fuego? Patricia Aguirre, antropóloga especialista en alimentación, responde estas preguntas y nos adentra en la historia social del asado argentino.
“En la Colonia, hasta los esclavos y los perros comían carne”, empieza Patricia. Aunque irónica, apunta a una verdad fundamental: las condiciones ecológicas fueron (y son) determinantes para que la carne se convirtiera en el elemento central de nuestras comidas. Cuando los europeos introdujeron el ganado vacuno en el territorio que luego sería Argentina, se encontraron con un paisaje óptimo para su reproducción, con casi nulos cuidados. “No es excepcional de Argentina: los países con gran extensión territorial y baja densidad de población tendieron a desarrollar dietas cárnicas. Mientras que aquellos países de menor tamaño y mayor número de habitantes por kilómetro desarrollaron una alimentación más centrada en el cultivo”, agrega. Lo que es igual a decir que acá las vacas crecían, se alimentaban y reproducían solas. Al final el gaucho no tenía la culpa de que lo tildaran de vago: simplemente tenía poco trabajo.
No hizo falta mucho tiempo para que la carne abundara. Los estudios del arqueólogo Mario Silveira –basados en el análisis de pozos de basura– señalan que el consumo de carne en la colonia era de más de 200kg por persona por año. En porteño diríamos que es una barbaridad, comparado con el promedio actual de 60kg. Y lo de los perros no es una metáfora. Los huesos encontrados en los pozos de basura se muestran limpios y sin marcas de mordeduras: las panzas caninas ya estaban llenas de restos más jugosos. No muy lejano de la polenta que se preparaban los esclavos con las sobras de maíz, calabaza y carne que rescataban de las comilonas aristocráticas. Esta mezcla semilíquida se guardaba en un cilindro cerámico, siempre a mano durante las jornadas de trabajo. “El primer tupper de nuestra historia”, remata Patricia.
Sin embargo, contrario a la fantasía de varios, esta abundancia bovina no era degustada en los hoy celebrados asados. “Hasta el siglo XIX inclusive, el asado era considerado una comida de travesía y era una práctica rural, de los gauchos, que consistía en clavar una estaca en la tierra y asar la carne directamente sobre el fuego. El churrasco se tiraba sobre las brasas, luego se rasqueteaba lo arrebatado y se comía lo de adentro”. Lo que impedía que esta costumbre se masificara era que las vacas caminaban mucho y la carne era muy dura. Antes de comerla, había que hervirla por más de seis horas. Por esto eran mucho más típicas las comidas de olla: guisos y pucheros.
Pero, ¿cómo cambió todo tanto? Hoy nadie desprecia el puchero de la abuela, pero no hay ranking que no tenga al asado en el primer puesto de las comidas argentinas. Entre la marginalidad del asado gauchesco y la gloria de la carne a la parrilla actual ocurrió un pequeño hito: la construcción del Estado argentino. “Son dos los procesos a tener en cuenta. Por un lado, hacia comienzos del siglo XX a los gauchos ya los habían matado a todos y, por el otro, comenzaban a llegar las primeras grandes olas migratorias de España e Italia. Y con ellas sus costumbres alimentarias. Las comidas son relaciones sociales cristalizadas. No son solo nutrientes: son también valores y sentidos. Y la aristocracia argentina de la época lo tenía claro”.

Comedor del Hotel de Inmigrantes. Buenos Aires, 1916
Sigue: “Las comidas mediterráneas eran una amenaza para la consolidación de la identidad nacional. Es en ese momento que la figura del gaucho empieza a ser construida como símbolo patrio del macho libre, valiente y hasta salvaje. ¿Y qué come el gaucho? El gaucho come asado”. Los recién llegados no opusieron mucha resistencia. En sus países, la carne era preciada pero también inaccesible, por lo que se la consideraba un producto de lujo. El contraste fue absoluto: en el Hotel de Inmigrantes les servían unos 600 gramos de carne diarios, el equivalente a lo que una familia italiana entera podía llegar a consumir en un mes. Pero, claro, tampoco era cuestión de clavar una estaca en el patio del conventillo: fueron los europeos los que acostaron a la vaca en una parrilla.
El asado como emblema nacional está cerca de los cien años. ¿Qué cambios se están dando en los sentidos a los que se lo asocia? Para Patricia, es una novedad de las últimas décadas que las mujeres estén al frente de las parrillas. Sin embargo, señala que aún persiste el machismo de la práctica. “Hay tantas maneras de hacer asado como varones rioplatenses. Toda esa parafernalia no es más que la forma de justificar que es la única comida que saben hacer. Y es la más fácil, encima. Porque no importa qué hagas: si vos ponés un pedazo de carne en una parrilla, indefectiblemente se va a asar. A mí nunca me aplaudieron por un guiso. El asado es la teatralización de las relaciones de género”.
Como el fútbol, el asado nos une tanto como nos divide. Basta encender un fuego para bajar los cuchillos y sentarnos a la mesa.