Ni vivir a los golpes, ni morir fusilada

La suerte de los fusiles nos lleva en esta oportunidad a la Guatemala de la década del `30. Una mujer y su búsqueda de liberación, cansada de los tormentos de su marido. Una sociedad que le eligió éste castigo como justicia

–       Era sencillo, pero algo salió mal. No sé qué salió mal. ¿Él se lo merecía? Yo sí que no me lo merecía. Ni vivir a los golpes, ni morir fusilada.

Los pensamientos se amontonan, se enciman y se empujan. Momento difícil para tener algo de claridad en la mente al saber que llega El Final. No se trata de uno más de los tantos por los que cualquiera de nosotros transita en su vida. Este es el único final que es inédito, que es irrepetible.

Para el pelotón, ella puede haber sido la primera mujer guatemalteca con esta condena, o tan sólo la fusilada de aquella media mañana del viernes 1 de agosto de 1941. Da lo mismo. Los ojos vendados y la oscuridad. Sentada de frente y en su espalda, el paredón. Miedo y satisfacción.

Disparos y El Final.

Mauricia Hernández Urbina en los primeros meses de 1939 emprendió decidida a hacer lo que nadie sabrá durante cuánto tiempo imaginó. Su vida dedicada a su humilde hogar fluctuaba entre las agresiones psicológicas y los maltratos sexuales y físicos. Todo por parte de su marido y concubino, Bartolo García Morán. Largos años de sufrir los ataques sin proporcionar resistencia, la opresión y la violencia lo inundaban todo. Lo quiso matar, y así lo hizo.

Amatitlán, Guatemala: pueblo cercano a la capital del país, pero no lo suficiente como para dejar de ser impasible e imperturbable por el agite de la aglomeración de los años `30. Los casi 1200 metros de altura son los que aún disimulan el calor centroamericano en el pueblo. Bartolo, como su rutina lo indicaba, una mañana como cualquiera quiso tomar tacomate –una infusión típica guatemalteca servida en una vasija de forma hemisférica y boca grande, hecha de barro o con la corteza de ciertos frutos como guajes o calabazas-, Mauricia debía tenerlo preparado.

A la infusión le agregó lo que le sería mortal a Bartolo. Mezcló garrapaticida con el agua del tecomate, y lo completó con lo que llaman “rosquillas”- unos insectos venenosos típicos de Centro América-. Poco menos de dos semanas fueron suficientes para que el abusador viera la muerte en el Hospital de Amatitlán.

Sin muchas posibilidades de libertad, Mauricia fue apresada por el crimen de su marido. Como el efecto de muerte no llegó a ser instantáneo, evidenció ya en el hospital el posible envenenamiento y la culpabilidad. Fue llevada a la Penitenciaría Central, donde fue alojada, sentenciada y fusilada pasados unos 30 meses.

El momento del juicio donde entran en juego la discusión sobre los móviles que llevaron a acometer el terrible hecho nunca llegó. Los móviles fueron por completo bien ignorados. El juicio estuvo signado por la convicción del presidente general Jorge Ubico de ordenar el fusilamiento «para imponer orden y justicia”. Bertolo fue concebido durante el juicio como un hombre trabajador, humilde y sin culpas. Se enaltecieron todo tipo de valoraciones subjetivas hacia su persona, mientras se escondían las violaciones y vejaciones que había perpetuado contra su mujer durante tan largo tiempo.

Su cuerpo yace en el piso, a su lado el de un hombre condenado por el mismo asesinato. El indescifrable e inalcanzable suceso histórico verdadero nos otorga hoy día versiones contradictorias. Unas indican que el cómplice del asesinato era su amante, y otras que afirman que se trataba de su yerno. La Historia parece, pero no es caprichosa. La funcionalidad lo es todo.

La sangre de los fusilados se desparrama por el suelo de la penitenciaria, recorre tan solo un par de metros y se pierde entre las raíces de un gran árbol de Cush, el único dentro de ese fuerte de cemento. Los relatos cuentan – los más morbosos- que este árbol reverdecía con cada fusilamiento como si la sangre fuese su alimento.

Dibujo y collage virtual originales de Nos Digital.

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