Toda una historia sobre las tablas guarda Eduardo Blanco en su vida como actor. Del teatro poco conocido a la televisión con Vientos de Agua. Del comienzo con Juan José Campanella con obras delirantes a El Hijo de la Novia y Luna de Avellaneda, en el cine. Todo pasa por él y por esta entrevista, donde el protagonista de El resportero, obra que hace con Fabián Vena en calle Corrientes, cuenta perlitas de su carrera y analiza conceptos de teatro. «Cada cosa que hago, cada cosa que digo tiene una representación. Si me acercan un micrófono y me preguntan algo, opino. Eso también es un hecho político», explica.
Eduardo Blanco, actor de cine, teatro y televisión, actor. Según él: “Bastante torpe técnicamente. No creo que el trabajo del actor tenga que ver con lo técnico. En todo caso, hay gente que se ocupa de eso y me va enseñando”. Actor y ciudadano: “Nos tratan a los actores como si no fuéramos ciudadanos”. Actor, ciudadano y apasionado hincha de River, club que ama, y en el que probó suerte como futbolista: “Pero de eso no va, ¿no? Porque si es así…”, y se ríe buscando y encontrando complicidad, como arriba del escenario.
“Mi familia no era muy afín al teatro, yo era el hermano mayor, o sea que no había quien me introdujera. Fue una novia quien me llevó y me lo hizo conocer”. Y fue con Juan José Campanella y Fernando Castets con quienes se descostilló de risa, se divirtió y emocionó sobre las tablas. Con ellos confirmó y concretó su pasión, la que reemplazó sus estudios de abogado. Pero todo vuelve. El trabajo que consideró más importante fue Vientos de agua, la serie de televisión que contaba historias cruzadas de inmigrantes padres e hijos entre España y Argentina. En sus padres pensó cuando la hizo, y cuando recibió la medalla de la hispanidad por sus trabajos acá y en la península. Pero no fue solo eso porque grabó, además, El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia y Luna de Avellaneda, con su amigo Campanella.
-¿Cómo conociste a Castets y Campanella?
-Yo era estudiante de teatro y ellos, de cine. En su momento tenían un proyecto en Super 8, formato casi de la época de Matusalem. Una forma casi inentendible de hacer cine. Sobre todo visto desde hoy, que es tanto más fácil hacer una película. Antes era distinto, era difícil y casi no había posibilidades de comercialización. Lo querían hacer solo por la experiencia. Vieron un ensayo de algo –no me acuerdo qué- que yo estaba haciendo. Me contactaron y empezamos a hablar. Así empezó una hermosa amistad con ambos. Hicimos la película durante 14 meses, filmando todos los fines de semana y feriados, durante 12 o 14 horas por día. Si no es el único largometraje en Super 8, es uno de los pocos. La verdad que fue una experiencia súper grata, de mucho aprendizaje y mucha diversión. La película se llegó a dar en un día completo de funciones en la Lugones. Trabajamos más de 30 actores.
-Y no quedó ahí la amistad ni el trabajo.
-No. Entre los dos protagonistas y Juanjo y Fernando, los directores, que éramos de la misma edad, nos surgió la inquietud de hacer una obra de teatro. Ellos escribieron Off-Corrientes y la protagonizamos este muchacho y yo en el Teatro Popular. Nos fue muy bien en cuanto a público y críticas porque era muy divertida. Un día llegamos al teatro y vimos que en los 20 metros entre la puerta y la esquina había cola que, además, daba la vuelta. No lo podíamos creer. Después nos animamos a hacer una experiencia muy atractiva y de mucho aprendizaje: hicimos una función con imprevistos que Campanella y Castets nos preparaban y los actores teníamos que sortear. Era como una improvisación, pero peor porque tenía menos costados libres. Además nos preparaban un imprevisto cada dos segundos. En un momento tenía que salir de escena, pero la puerta no abría: ¡me hacían quedar en escena cuando no tenía que estar! Entonces fui al teléfono a llamar a un cerrajero. Como la platea estaba llena de actores, uno se subió e hizo de cerrajero. Para colmo venía el desnudo de torso de una de las actrices… También tenía que prender un calentadorcito que era fundamental para seguir en la obra. Yo siempre tenía una caja de fósforos en el escritorio. Ese día la agarré y había tres fósforos. No entendía porque pensaba que los iba a poder prender… Pero los hijos de puta los habían cortado con una gillete, entonces yo los raspaba y se me rompían. O sonaba el teléfono cuando no tenía que sonar. Durante los dos primeros actos pudimos ordenarlo más o menos bien. Ya al tercer acto fue un desborde absoluto, la gente se revolcaba de risa. Fue un entrenamiento muy bueno en una obra que era muy profunda en algunos aspectos.
-¿Cómo llegaron todos esos espectadores a conocer la obra?
-Nosotros no teníamos un peso, entonces le pedimos al padre y la hermana de Campanella. Conseguimos un permiso municipal e hicimos un disfraz de hombre sándwich caminando por Florida, Lavalle, Corrientes con una bincha de colores que había traído Juan de Estados Unidos y en ese momento era novedosa. Eso atrajo al público y, como era una comedia con humor novedoso, elaborado, ellos hicieron preparar todo el teatro con la sensación de que fuera una comedia. Arriba de los mingitorios había fotos de todos nosotros señalándolos y riéndonos de su virilidad. Para 1982 era algo muy renovador. En el programa había currículums nuestros en joda. En la boletería y en la escenografía también había algún chiste. Cuando se sentaban en las butacas ya se estaban riendo. En ese momento estaba llegando el final de la dictadura, aunque no lo sabíamos. En algún momento prohibieron la obra porque no sé si hablaba de la guerra o de las elecciones, que todavía no se vislumbraban.
Era 1982, tenía 24 años. Pasarían 17 años hasta su primer éxito taquillero cinematográfico, El mismo amor, la misma lluvia. “Como cualquier actor que se quiere mantener en la profesión, se transforma en un busca: ¿algo de televisión? Venga. ¿Algo de teatro? Venga.¿Otras cosas? Vengan”, explica Blanco. Durante ese tiempo trabajó en teatro, no solamente under, sino también, por ejemplo, en el Cervantes con dos experiencias “muy atractivas”: Macbeth y Sueño de una noche de verano. La primera, “algo fallida”, la segunda, “extraordinaria”. Tres actores y tres actrices hacían todos los personajes. “En la parte de seres mágicos de Sueño…, teníamos títeres imponentes de cinco metros de altura, unos labios por donde entraban y salían los personajes, como si fuese realmente un sueño. Nos fue muy bien y fue una experiencia estética fantástica. He hecho de todo, no solamente off, por eso viajamos también a México, estuvimos en bares”.
-¿Esos viajes los hacían a pulmón?

-¿Extrañás la etapa under?
-Yo no lo dividiría en circuito under o no under, ni tampoco en cine, teatro y televisión. A mí lo que me gusta es participar en una historia. Si se cuenta por televisión tiene su cosa atractiva en que la ve muchísima gente. El teatro, que es la fuente de los demás. Creo que la formación del actor está en el teatro. Tiene la adrenalina del vivo, del aquí y ahora. El cine queda para siempre y viaja a lugares inesperados. De repente lo ven en Australia o unos coreanos, como cuando se abría un microcine en Antártida y se pasaba Luna de Avellaneda. Yo por suerte no pude ir. Dicen que el viaje fue tremendo. Campanella fue y me contó que llegaron unos coreanos en gomón a motor a la base argentina para la inauguración. Él pensó que no la iban a entender porque es una película muy de acá. Cuando terminó lo fueron a abrazar y le dijeron: “¡Es igual que en Corea!”. Yo en el teatro under, el oficial o donde sea, siempre participé en el relato de historias.
-¿Elegís tu trabajo según esas historias?
-Me gusta una frase que le tomo prestada a [José] Sacristán. Yo no puedo elegir mi trabajo, lo puedo seleccionar. Tengo, por suerte, varias ofertas de trabajo. Elegir sería poder no trabajar si no te gustan las que te ofrecen. Cuando puedo seleccionar tiene que ver con la historia, con mi personaje y con la propuesta: lo económico, la exposición y el trabajo en general.
-¿Y esas historias las preferís con una mirada política?
– Cada cosa que hago, cada cosa que digo tiene una representación. Si me acercan un micrófono y me preguntan algo, opino. Eso también es un hecho político. A los actores nos tratan como si no fuéramos ciudadanos. Todo el que quiera participar activamente en la política partidaria, puede hacerlo. Está perfecto. A mí no me interesa la partidaria, pero sí hago política.
-Está claro en El Reportero, la obra del Chino Volpato que coordina artísticamente Javier Daulte y coprotagoniza Fabián Vena, ¿no?
-Entra también en las variables de lo que estoy diciendo, pero no baja línea sobre algo, cuenta una historia. Lo que pasa es que lo hace desde un medio de comunicación, pero no echa una mirada sobre la Ley de Medios, por decirte algo. Habla desde uno y de lo que son acá y en cualquier lugar.
-La sinopsis se muestra similar a la situación de Francisco De Narváez, Maximiliano Montenegro y Reynaldo Sietecase en el canal América, del que uno es dueño y los otros empleados.
-Salió en algún lugar que yo me había inspirado en De Narváez. Yo no puedo andar desmintiendo a cada uno. Sí se pueden asociar, pero es algo de quien lo está mirando. No hubo en la televisión argentina un hecho más significativo que un dueño del canal –el único- candidato a diputado al que le hacen una pregunta incómoda y el tipo los fulmina con la vista. Se lo puede asociar, pero no es una copia ni está inspirado en eso. Tampoco el personaje de Fabián [Vena] está inspirado en [Roberto] Pettinatto. Ésta es una obra de una hora y veinte que va mucho más allá, ése es un recorte muy chico.
-Hacía diez años que no trabajabas en los teatros de Corrientes.
-En 2006 hice una obra de Carlos Gorostiza, El alma de Papá, pero giramos por todo el país menos Buenos Aires. En los últimos años me tocó viajar mucho haciendo cine, televisión o presentaciones de películas. Era un momento con dificultad para conseguir teatros. Ahora también lo hay, pero en ese momento estaba peor. El asunto es que era una obra pensada para Buenos Aires. Como no había, empezamos de gira. Después me surgió una película afuera y se desarticuló todo. Rearmarlo fue difícil.
-¿Por qué hay dificultad para conseguir teatros?
-Es una ciudad maravillosa esta con muchísima oferta, lo cual es fantástico. Yo, como espectador, lo agradezco. Hay diez teatros y cien propuestas. No da el espacio, pese a toda la cantidad de teatros que hay. Siempre la tuvo, pero después del 2001, se abrió mucho más, pese a la crisis, o quizás, por ella.
-¿Producto de una política de estado?
-En absoluto, fue como una resistencia cultural. Nunca había pasado que compañías de Mar del Plata y Carlos Paz hacían 20 días de funciones y se volvían. No tenían guita y, aunque la tuvieran, quizás iban 50 personas, por decir, y no les alcanzaba para cubrir los gastos. Entonces empezaron a hacer teatros en las casas. Querían hacer una propuesta artística para 20, 30 o 50 personas. Es el caso del Teatro Timbre 4. Ahora abrió un galpón para 200 personas, más o menos, después de abrir uno en su casa y que le fuera muy bien. Hay muchos ejemplos de eso. Las casas quedaban en cualquier sitio, dejó de haber un circuito en Corrientes y otro en San Telmo, en todos los barrios hay oferta.
LUNA DE AVELLANEDA
“Yo opino exactamente lo que dice la película. Me parece lamentable. Conozco muchos clubes de barrio, gracias a la película, por hacerla y por los debates que despertó. Los clubes cumplen una función social por la que no son reconocidos. Como pasó en el club Juventud Unida de Lavallol –que inspiró la película-: lo prestaban para actos partidarios, no les daban un mango y les rompían cosas. Un día dejaron de dárselo y les empezaron a llegar multas… Entonces, hay barrios en los que hacen falta para que los chicos y las chicas vayan a fútbol, a danza o lo que les guste hacer. Es un lugar donde se puede reunir el barrio. Es una pena que se usen los clubes más allá de los beneficios de la gente. Desconozco el caso en particular, pero la experiencia en general me hace ser un poco escéptico. De todas formas, no quiero transmitir mi esceptismo, hay cosas que se están haciendo bien”.
VIENTOS DE AGUA

– Recientemente me dieron la medalla de la hispanidad, que fue muy fuerte para mí por mis viejos. Pero Vientos de agua fue contar, no solo su historia, sino también de un montón de gente de acá y de España. Forma parte de nuestra historia, por eso es el trabajo más importante que hicimos y que haremos. No el más exitoso, quizás, pero logra reflejar la historia de padres, abuelos, bisabuelos, vecinos. Habla también de sueños, expectativas, desilusiones, de nuestra cultura, nuestra formación, nuestras cosas buenas y las otras… de la vida. Aspirar a un trabajo más importante emocionalmente que ése no se me ocurre.