Por El tipo que escribe almanaques.
Los folletos turísticos de Buenos Aires dicen que el Palacio Barolo es el edificio más lindo de la ciudad y, cuando lo leo, me siento dos clases de pelotudo: el pelotudo que vive en una ciudad y no conoce el edificio más lindo, y el pelotudo que se siente un pelotudo por sentirse así sólo por algo que dice un puto folleto turístico.
Está ahí, enfrente de donde hacen la cola los hinchas de San Lorenzo para comprar entradas. Creo que es en la salida de la estación Saenz Peña de la línea A. Creo, no estoy seguro y no lo voy a buscar porque no viene al caso. Está medio en reforma así que quizás no se ve tanto la entrada, pero apréndanse Avenida de Mayo 1370 –repítanlo: avenida de mayo 1370- y abran la puerta, y cierren los ojos, y fírmense un autocontrato para ser un rato un personaje de un gran cuento, y expandan las pupilas, y siéntanse parte de otra Buenos Aires, de una que ya no se construye, de otra arquitectura, no un monoambiente de durlock, con marcos bonitos de madera y con un techo que hace honores a la Divina comedia de Dante Aligheri.
Perdón.
Perdón si desordené mi discurso y me fui, sobre todo con lo de la clasificación de pelotudos. Entiéndanme, son los nervios que genera el asunto. Ahí, donde les cuento, señores, sucedió lo que hoy me trae acá.
Que se siente como un desgarro en el estómago. Un ardor: un tsunami de gastritis. Pero pasó y acá estoy. Nunca pensé que iba a venir al vestíbulo de la Casa Central de la Asociación de Trabajadores del Primer Beso, frente a todos ustedes, para confesar que debo renunciar a mi cargo de vicepresidente porque violé el Artículo 33 de nuestra gloriosa Constitución Fundacional.
Dícese: “Art. 33: cuando se encontrare un lugar perfecto para un primer beso, sea como sea, se debe besar antes de que transcurran diez segundos”.
Diez segundos es un montón y, en la era del twitter, es el tiempo que se demora en tocar los labios, tener una erección y subirla al vomitero de los inseguros. Una era: así, aceptémoslo. Una era que no hubiera tolerado el gol de Diego a los ingleses: sacale algunos jugadores, ponelo en video, que el relato se hace muy largo y la gente se aburre y entretenimiento, entretenimiento y entretenimiento.
Perdón, otra vez, pero es que el dolor interno no me saca la indignación ideológica.
Será el último caso que les cuente y ojalá alguno pueda aprender por qué ese lugar era, desde lo teórico, el lugar perfecto. Antes, quiero decirles que me voy porque perdí. Pero, por favor, no piensen mal: yo llevo grabada en la piel la filosofía de esta casa y la seguiré llevando, aunque renuncie. Aunque renuncien todos a esto. Perder no quiere decir que lo intenté y me lo rechazaron. No nos vamos a rebajar a pensar como piensan esos resultadistas del primer beso. Esos que llevan a alguien al cine, sin importar específicamente qué película dan, pero que sea un drama sensible, con buena música final, y aprovechan que la luz se apaga, que la historia tiene melancolía, y se lanzan a besar. Beso fácil. Bilardismo sexual. Conseguir el resultado como sea y yo nunca voy a negociar eso. Eso es utilizar al arte y nosotros no somos utilitaristas de la vida. No, señor. No, yo perdí porque no lo intenté. No lo intenté sabiendo que era el momento para intentarlo.
Fui un cagón y esa razón ya alcanza para que mi renuncia sea aceptada.
Pero tomándome el derecho de explicar algo más, derecho que me gané con mis más de veintiocho años como miembro de esta Asociación, quiero que entiendan por qué era el lugar perfecto. Que eso se vuelva un legado.
Como muchos habrán leído, los papiros para volverme vicepresidente de esta Asociación los conseguí el 25 de julio de 1997, en la Exposición Internacional del Fluido Lingual, en el Auditorio principal de la Casa de Gobierno de Tempere, en la región de Pirkanmaa, en el interior de Finlandia. Esa noche presenté mi tesis: “Contexto espacial y temporal para el Beso Perfecto”. Gané. Gané todo: prestigio, 27,6 millones de dólares –que se volvieron 23,4 por la cuestión impositiva-, un whisky con el basquetbolista Denis Rodman, el honor de conocer a Macaulay Culkin en su mejor época y todo el sexo que quise, incluido un affaire con una de las actrices fetiches de Martin Scorsese. Pero un día me aburrí de mi propio éxito y dejé atrás la tesis. Empecé a odiarla, se volvió mi héroe y mi antihéroe, me enloqueció y decidí no terminar el café de ninguna mesa donde se la mencionara. Hace trece años que no hablo de esa teoría, pero brevemente, por ser esta vez la última vez, la volveré a explicar.
En pasado.
El beso perfecto tenía que ser en una bocacalle, apenas después de que el semáforo que estaba rojo se volviera verde y permitiera, ahora sí, cruzar. Había que calcular bien la relación entre colores y tiempo, cosa de llegar en el mismísimo momento en que no se pudiera cruzar y hubiera que esperar. La situación tendría que ser que ustedes estuvieran acompañando a alguien a su casa, después de haber hecho algo que implicara hablarse. Hablarse mucho, qué sé yo: ir a cenar. De ese modo, esa espera se convertiría en un silencio nervioso. Tenía que ser que caminaran y tuvieran que frenarse y mirarse y saber que es el momento justo para el beso. Y ahí: no besar. Al menos en ese momento. Esperar diez, veinte, treinta o hasta cuarenta segundos, dependiendo de la esquina, aunque sugería una más bien barrial, con poco movimiento, para que el semáforo se pusiera verde y, apenas ese alguien pisara la bocacalle, agarrarlo del brazo, darlo vuelta y besarlo. Besarlo o besarla aunque pasen alrededor los autos. Besarlo o besarla, en ese momento, para que supiera que es bien importante ese beso porque no importa siquiera el tránsito. Besarlo o besarla para que suponga que la espera te dolió y que esos segundos parados en la esquina se te volvieron tortuosos por la batalla interna de tu cabeza entre las ganas y el cagazo.
Dados los parámetros normales, ese me parecía el beso perfecto. Claro que mejor sería que apareciera Spinetta tocando Seguir viviendo sin tu amor. O Benedetti leyendo un poema. O Julia Roberts diciéndole a Hugh Grant que es sólo una chica pidiéndole a un chico que la quiera. Pero hace años hemos decidido que los buenos besos son los que desafían a la realidad y no los que se dejan vencer por la fantasía. Así que ese de la bocacalle era mi mejor plan.
Hasta que entré al Palacio Barolo. Supongo que le debe pasar a más gente. Yo, cuando tengo que arquear la cabeza para mirar un techo, abro la boca. El mentón se estanca y el labio superior sube solo. Como si quedara eternizado en la vida diciendo oooooo. Cuando entramos, se lo advertí a ella y ella se rió. Ahora que lo pienso, cómo puede ser que no me di cuenta. Se reía de mi boca, era una señal de que quería un beso. Esa señal, la que describió Aristóteles en “Primer beso”, ese glorioso ejemplar de filosofía griega del que hay una sola copia en el mundo y que tenemos nosotros en nuestra biblioteca. Nuestra gloriosa biblioteca. Pero no la vi. Y ahora ustedes ven que les digo que tengo que renunciar. No encontré el momento, la posición, la manera. Ni ahí, ni cuando unos minutos después nos apoyamos sobre un mostrador donde nuestras caras quedaron pegadas y nos hicimos tres chistes sobre las raras oficinas de este edificio.
Pero tamaña derrota no termina ahí. Después ella, que es un ella que es un cuento mucho más cuento que el Barolo, un cuento que cualquiera quisiera abrazar y besar y desayunar, se tomó un colectivo y me escribió un mensaje por el celular que decía: “Me da nostalgia no haberte besado”.
Eso fue el último viernes y les pido perdón porque me tomé todo el fin de semana para esperar a darles la noticia. Encontré la pertenencia a esta gloriosa institución una tarde de hace veintiocho años en la que, caminando por la estación de Haedo, mientras iba a visitar a un tío segundo, en una mítica confitería que queda al lado del tren, vi a un muchacho repartiendo volantes en los que invitaba a una reunión de esta Asociación. Para ese entonces, yo andaba perdido y no me importaba seguir perdiéndome. Vine y desde ese día me sentí más querido imposible. Aprendí todo y dejé todos mis conceptos. Me duele en el alma haber violado la Constitución y tener que dejar mi cargo y abandonar las dos sesiones que hacemos por semana, pero ese viernes pasó algo más que me impide seguir hasta como simple socio. Porque esa noche, la que vino después del mensaje del colectivo, después del error, algo se destrabó y perdí contra todas las teorías que tan bien clasificamos en el Diccionario de Besos en el Debut, recientemente reeditado en Viena, en 2013.
Yo, esa noche, di mi mejor primer beso. No, perdón, di mi mejor beso.
No comenté, además, que el día del Palacio Barolo almorzamos juntos en Guerrín y, aunque fuera un poco más vulgar, en el momento en que terminó su fugazzeta hubiera valido la pena besarla por el propio orgullo de ese relleno de jamón y queso. Tampoco les dije que habíamos visto una muestra de Los Beatles, que habíamos tomado un café en un bar donde pasaron algunas canciones del Álbum Blanco, y que en I Will, cuando dice “who knows how long I’ve loved you” (“quién sabe hace cuánto te amo), hubiera sido un gran beso. Pero, quiero decirles, que el que sí fue, todavía, fue mucho pero mucho mejor.
A la noche, después del Palacio Barolo, del mensaje, del colectivo, de mi temor por haber fallado, de mi dolor por tener que irme de esta gran Asociación, me crucé toda la Capital Federal para verla, tiré a la mierda todo tipo de concepto prefijado de lo estético y me emocioné cursimente al ver una bandera colgada de un balcón con un escudo de All Boys que decía “en las buenas te quiero y en las malas te amo”. Saqué el celular, le escribí diciéndole que estaba a tres cuadras de su casa, a dos, a una, le pedí que me abriera y, cuando apareció, como una princesita, una de barrio a la que seguro espiaron los vecinos desde sus casas, bajó unos escalones y nos besamos en la puerta de su edificio. El que, desde ahora, me parece el más lindo de Buenos Aires, a pesar de todo eso que dicen esos putos folletos turísticos.
Y después de ese beso, señores, ya no quiero estar acá. No por haber violado el artículo 33. Tampoco porque he decidido para con mi vida que, por un tiempo, ya no quiero primeros besos. Ya no quiero estar acá por una simple razón. No hay dos clases de pelotudos. Hay una sola: nosotros, los especuladores del amor.