Nicaragua, 1956. Tan solo un valiente como Rigoverto Pérez podía enfrentar a la personificación de todos los males de su nación. Violencia, corrupción, explotación, pobreza: Anastasio Somoza, el primer Somoza. Logró asesinarlo arriesgando indefectiblemente su valor más preciado, su propia vida.
Rigoberto Pérez fue uno de esos personajes anónimos que intentó borrar la historia de un plumazo y con la misma velocidad escribir con tinta y papel un mejor porvenir. Tuvo la desdicha de nacer en Nicaragua, lo que implicaba que si uno no era un terrateniente o miembro de la familia presidencial, el día a día siempre iba a estar amenazado por la pobreza, la exclusión, la violencia y todo el calvario que fue Centroamérica en su triste siglo XX. Pero como Rigoberto era un poeta sabía de ilusiones, de crear realidades y mitos, personajes heroicos y situaciones extremas; entonces, qué mejor que aplicar todo esto sobre su propio cuerpo.
Así es como se llega al 21 de septiembre de 1956. Él había determinado lo que ninguno de sus compañeros del Partido Liberal Independiente se habían atrevido: enfrentarse al tirano, a Anastasio Somoza, ese personaje que en tan solo unas décadas supo amasar la fortuna más grande del pequeño continente; conocido como “el de los dados cargados”, ya que cualquier licitación pública terminaba en manos de alguna de sus centenares de empresas. Nos referimos al encargado de haberle quitado la vida a Augusto Cesar Sandino –General de hombres libres-. Así que mucho cuidado para aquel que osase competirle su poder en el gobierno. Con Estados Unidos como mejor aliado en su lucha contra la subversión, el comunismo internacional y el materialismo ateo, si alguien asomaba como rival en las contiendas electorales, su cierto destino era la tumba, o con suerte el exilio.
Nada de esto le importó a Rigoberto, que por primera vez se armó de algo más que los lápices y hojas que de cotidiano decoraba sus horas. Esta vez había plomo, pólvora, sed de cambio y venganza ante quien había vendido a su país llenándose de dinero hasta hacer estallar sus bolsillos. En una carta a su madre antes de lanzarse a la odisea, explicaba sus pensamientos como buen hijo que buscaba ser: “Aunque usted nunca lo ha sabido, yo siempre he andado tomando parte en todo lo que se refiere a atacar al régimen funesto de nuestra patria y en vista de que todos los esfuerzos han sido inútiles para tratar de lograr que Nicaragua vuelva a ser (o sea por primera vez) una patria libre, sin afrenta y sin mancha”. Al partir, lo acompañaba consigo un revolver calibre 38 y cinco balas.
Esa noche Somoza alquiló un salón para festejar su nombramiento para las próximas elecciones, esa pantomima cuyos resultados bien se sabían de antemano. El mambo sonaba de aquí para allá, e incluso se lo había visto bailando a pesar de sus sesenta años, con una hermosa joven. Tenía que demostrar que él seguía mandando, que estaba vigente y que así sería para siempre. Pero el destino quiso que esa noche se encontrase con Rigoberto, quien para sorpresa de todos los guardias presidenciales pudo hacer fuego y acabar con el gobernante. Pero como buen artista, lo hizo de modo alegre y creativo. Se le acercó bailando del centro de la pista hasta quedar cara a cara con su oponente, disimulando pasos de bailes, compartiendo con la canción el ritmo, entonces sus cinco balas perforaron la humanidad y acabaron con la vida de Somoza.
Pérez no tuvo un final muy diferente. Una vez descargada su arma recibió un golpe por detrás de uno de los guardias nacionales, arrojándolo al suelo, para luego ser acribillado por cincuenta y seis balazos. Una vez que notaron que no tenía pulso, lo subieron a una jeep y del cuerpo nada más se supo jamás.
Previendo esta conclusión, en las últimas oraciones de su carta le dejó en claro a su madre: “Así que nada de tristeza que el deber que se cumple con la patria es la mayor satisfacción que debe llevarse un hombre de bien como yo he tratado de serlo. Si toma las cosas con serenidad y con la idea absoluta de que he cumplido con mi más alto deber de nicaragüense, le estaré muy agradecido.
Su hijo que siempre la quiso mucho,
Rigoberto Pérez”.