Por El pibe de los pasegol.
Explicame vos. Explicame vos, que se supone que sos joven y que tenés las neuronas despiertas. ¿Cómo puede ser que eso se haya transformado en esto? Si era lo más hermoso que teníamos, si era el placer más grande de la semana. Pensé. Pensé rápido cómo hacer para salir de esta situación. Porque ya me la veía venir. Vienen miles y miles de tipos a ver a este equipo de mierda pero el hincha de la tribuna siempre se la agarra conmigo. No sé si me verá cara de bueno, o de boludo, pero la cosa es que hace catarsis conmigo. Yo trato de esconderme a la salida, de caminar pegadito a las casas grises y gastadas que enciman la vereda, de buscar las sombras de los árboles que le hacen frente al tenue alumbrado público. Pero no hay caso. Siempre me encuentra. Es como si sus ojos de viejo tuvieran la capacidad de detectar el malhumor que me atrapa después de cada derrota. Sí, a esta altura es obvio: habíamos perdido de nuevo. Sí, en este momento ya no hay dudas: no solamente habíamos perdido sino que habíamos jugado muy mal otra vez. Y, como si fuera poco, debía soportar una catarata de palabras durante las cinco cuadras que me quedaban para llegar a la parada del bondi.
Lo corté. De una. A ver si tenía la suerte de que no tomara carrera. No tengo la menor idea, le dije. Miré su rostro y me di cuenta de que mi respuesta daba igual. Que le daba igual: si le hubiera expuesto la teoría de la oferta vertical de pases al cuadrado, no me hubiera escuchado; si le hubiera contado que la culpa la tenía la astróloga del barrio que anunció que nos iba a ir mal mientras no creyéramos en la reencarnación del perro de Walter, tampoco me hubiera prestado atención. Él la hacía más fácil: preguntaba, contestaba y exigía que fuera yo el que me concentrara en sus argumentaciones. Para no contradecirlo, lo hice. Total, ya habíamos perdido y la chance del descenso me estaba martillando el cerebro. No me canso de plantearles el tema a los pibes de tu edad, me anunció. Si nosotros somos capaces de dejar a nuestras novias y a nuestros hijos, a nuestros amigos y a nuestras obligaciones, por ver un partido, es porque algo de eso que pasa en la cancha nos atrae. ¿Nunca te preguntaste por qué sos capaz de perderte unas tetas, una película, una comida o hasta el ruido del mar por una pelota?
Esta vez no caí en la trampa de su pregunta retórica. Y lo dejé avanzar con comodidad por un terreno que sentía muy suyo. ¡El juego, nene! ¡Lo lindo que es el juego, nene! Partículas de su saliva golpearon mi oreja y me entraron ganas de cagarlo a trompadas. Pero lo noté tan apasionado que ni me gasté. El fútbol es eso, prosiguió. Cuando éramos pibitos y nos pasábamos las tardes en los potreros, soñábamos con gambetas, con goles, con pases, con la jugada perfecta. A ninguno se le ocurría llegar a la canchita del barrio soñando con una patada o con revolear la pelota a la reverendísima mierda. Ni el más burro lo pensaba. Y ahí estaba la clave. El fútbol era ese rato en el que la ilusión copaba la escena, en el que todos queríamos ser el mejor y en el que ser el mejor no incluía ni la mezquindad ni la especulación ni la devoción por el resultado. El fútbol, por decirlo de alguna forma, era la antítesis del aburrimiento porque el que reinaba, aunque no lo pronunciáramos en estas palabras, era el deseo de belleza.
Lo entendí. Perfectamente. A mí, mucho más joven que él, me pasaba algo parecido. Cuando yo era un nene, ya casi no quedaban potreros pero el espíritu era el mismo. Ir a jugar no era otra cosa que la posibilidad concreta de inventar sin andar calculando los costos de la derrota. Era la intención de imitar al diez de mi equipo y, al mismo tiempo, de caminar desde la canchita hasta mi casa puteándome entre sonrisas con los amigos de toda la vida por ese toque que nos había quedado a mitad de camino. El hincha de la tribuna observó mi gesto cómplice y decidió lanzar la estocada decisiva. Vos me entendés, entonces. Podemos ganar o perder, podemos jugar mejor o peor, pero nunca deberíamos olvidarnos de que lo importante del fútbol se esconde en esa rendija en la que se mezclan la valentía y la estética, el compromiso y la elegancia, el orden y la aventura. Y, a veces, me da la sensación de que todos los que deambulamos por este circo nos creímos y nos creemos el cuento equivocado.
El colectivo pasó justo a toda velocidad por la avenida y lo alcancé a parar antes de que se fuera. Al hincha de la tribuna lo saludé levantando apenas la ceja derecha y guiñándole el ojo izquierdo. Me senté y lo vi irse sin apuro, buscando algún otro compañero ocasional con quien poder seguir reflexionando sobre las explicaciones que el fútbol nos da cada día.