El simple arte de matar

Así se llamó el libro que Raymond Chandler escribió sobre «la novela del mundo profesional del crimen». En nuestra casa, no hace falta ser un detective suspicaz para dar con el nombre imprescindible del género: El Gordo o, como algunos insisten en llamarlo, Osvaldo Soriano. A él estuvo dedicado Buenos Aires Negra (BAN!), primer festival internacional de novela policial. Quince años de un largo adiós que se resiste a morir.

Imagen: NosDigital

Hay un pibe al que los amigos le dicen el Fisura que lleva dos meses preguntándose por qué el sicario usó solo cinco de las seis balas que entraban en el cargador. Fue el último 28 de mayo, en uno de los últimos días de calor de la primera parte del año bonaerense, en uno de las últimos pedazos de tierra al aire libre que quedan en la Ciudad de Buenos Aires sin enrrejar. Un buenmozo de saco y corbata del que nadie sospecharía nada entró a la Plaza Misericordia del barrio de Flores, levantó el brazo derecho, sacó un arma y le disparó cinco pedazos de plomo compacto a un hombre con cara de boludo que estaba sentado en un banco común, a las tres de la tarde.

¿Qué fue lo que realmente pasó? ¿Por qué se guardó una bala de las seis que tenía? ¿Quién era el de saco y corbata? ¿Y quién el de cara de boludo? Poco han podido resolver las investigaciones. Ha faltado información. Y, por qué no, imaginación. Pero haya sido lo que haya sido, la gran duda que sale cuando uno se sienta en el banco desde donde los tiros se vieron en primer plano es por dónde debería arrancar a investigar un periodista. Y, en eso, la pregunta tal vez se pueda volver doble: a quince años de su muerte, qué hubiera hecho en este caso Osvaldo Soriano, quizás uno de los mejores periodistas de este país y uno de los más célebres narradores de policiales del siglo XX de la literatura nacional.

Primero: Soriano se habría enterado del crimen, al menos, una hora más tarde. Difícilmente, alguien pudiera encontrarlo despierto antes de las 16. Porque solía escribir desde las doce de la noche hasta que llegara el diario del día siguiente. Y casi nada -excepto el nacimiento de su único hijo, Manuel- podían moverlo de esa rutina. «Es algo que no puedo ni pretendo cambiar. Me enorgullece. Llevo la misma vida que los gatos. Nunca hice una sola línea de mañana», decía. Una particularidad que, a la vez, lo llevó a descubrir la literatura: «Yo empecé a leer ficción muy tarde: a los 20, cuando el novio de una prima mía me dijo que yo era un ignorante y me regaló Soy Leyenda, de Richard Matisson. Dos años más tarde empecé a escribir y fanatizarme con la literatura: yo no hacía todavía periodismo; estaba en una época difícil de transición y trabajaba en una fábrica de autos. Era sereno, trabajaba tranquilo y de noche. Mi patrón era Schocklender (N del R: el papá de Sergio, el hombre de la polémica con Madres de Plaza de Mayo). En esas noches, hice el gran descubrimiento de Cortázar».

Segundo: Soriano no habría corrido nunca hacia la plaza porque las primicias no le interesaban, porque era bastante vago y porque los detalles prácticos del asesinato lo hubieran seducido bastante menos que la vida desfachatada del Fisura. «Es verdad que yo soy bastante hábil para rajarle al trabajo; hay que decirlo paladinamente. Yo me cambiaba de lugar en las redacciones para que nadie pudiera encontrarme», comentó alguna vez.

Tercero: Soriano nunca fue un periodista de la sección Policiales, aunque el artículo que le permitió dar un salto en el periodismo fue uno sobre asesinatos. Aún así, el Gordo -como solían apodarlo la mayoría de sus amigos- se volvió un estandarte de la novela negra en Argentina, desde que apareció su primer trabajo, en 1973: Triste, solitario y final.

Y es por este tema de la novela negra que empieza a tener sentido este artículo.

Soriano nació un 6 de enero de 1943 en Mar del Plata y murió a los 54 años, el 27 de enero de 1997, de un cáncer de pulmón. Escribió siete novelas (Triste, solitario y final, en 1973; No habrá más penas ni olvidos, en 1978; Cuarteles de invierno, en 1980; A sus plantas rendido un león, en 1986; Una sombra ya pronto serás, en 1990; El ojo de la patria, en 1992; La hora sin sombra, en 1995) y fue de los autores más vendidos de la historia de este país. Nunca recibió un premio por su increíble obra: «Una vez salí cuarto en una competencia de juegos florales. Es mi mayor lauro y tengo un diploma. Fue en un pueblo llamado Leandro N. Alem y fue por un cuento gauchesco». Pero como la historia siempre da tiempo para redimirse, en este caso algo se ha hecho: el mes pasado se llevó a cabo el Festival Internacional de la Novela Negra en Buenos Aires y las autoridades decidieron recordar como figura estelar del certamen a Soriano. Un gran acto de justicia. Uno que merece un repaso, al menos, de esta parte de la obra de semejante artista.

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Soriano llegó al policial de la misma forma en la que llegó a ser un profesional de la ficción: a través del periodismo. En 1972, El Gordo trabajaba en el diario La Opinión, un matutino dirigido por Jacobo Timerman. Su vida era de lo más tranquila: estaba a cargo de la sección Deportes junto al periodista Eduardo Rafael y había ideado un gran método para trabajar poco: nunca iban los dos el mismo día y disponían de una estrategia mucho más que efectiva para ello: armaban notas atemporales, las archivaban y el día en que alguien preguntaba por el faltante de los dos, afirmaban que estaba haciendo la nota que, justamente, tenían ya guardada en un cajón y ya redactada para la ocasión.

Pero un día -tal como él lo comentó- comenzaron sus desventuras.

En Buenos Aires, un joven llamado Carlos Eduardo Robledo Punch ya había asesinado a por lo menos once personas y había realizado montones de robos. Su vida era noticia tras noticia, pero en La Opinión -un diario de un alto nivel intelectual- el director se negaba a publicar algo de eso. Día tras día, la historia construía más razones para que la redacción del matutino se volviera un efecto invernadero con lluvias ácidas. Y, efectivamente, una tarde ya no pudo seguir escapándose del tema del momento.

Esa fue la vez en que Soriano conoció a Timerman.

«Quiero la mejor nota del caso Robledo Punch», le habría pedido el director. Y el Gordo se cruzó con una tremenda grieta del oficio: tenía que escribir sobre algo que venía siendo noticia diariamente, tenía que competir contra un río de informaciones que otros ya habían publicado, tenía que ser una voz en un mar de miles de voces que ya hablaban.

Y lo resolvió escribiendo uno de sus mejores artículos.

Uno que lo sacó de la sección deportes, que lo mandó a una oficina con atenciones a mansalva, con secretarias privadas que le atendían las llamadas, con revistas y periódicos internacionales y, sobre todas las cosas, con un gran fracaso: Timerman lo había puesto ahí para que se dedicara a escribir lo que quisiera, pero durante un mes consecutivo todos los amigos que Soriano tenía en el diario pasaron a ver si se le ocurría algo, pero no le salió nada. Y el director decidió ponerlo a hacer, exactamente, nada.

Algo que para Soriano no sólo significó una gran felicidad, sino un enorme propulsor a la fama y al éxito: un año después, el escritor y periodista Marcelo Pichón Riviere se ocupó de que le publicaran Triste, solitario y final, un libro que juntaba tres tópicos que el Gordo reveló en una charla en la Facultad de Letras de Bueno Aires el 11 de noviembre de 1991: la lectura del escritor norteamericano Raymond Chandler, los mitos personales no resueltos y los fantasmas de la niñez. Una obra que le abrió de éxitos que lo volvieron un fenómeno de lo más popular para la literatura argentina, uno tan voraz que le armó dobles filos: le dio un amor de lectores que nunca antes se habían fanatizado por la literatura y le regaló un odio de los intelectuales de este país, que -entre otras cosas- hicieron que su reconocimiento de parte de las academias nunca llegara.

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La vida literaria de Soriano es, ante todo, una vida de desencuentros con un género en particular: el cuento. Cuando era joven, cuando vivía en Tandil y cuando sus sueños de jugador de fútbol se fueron aniquilando, hizo su debut en la escritura intentando con garabatos de relatos fantástico.

«Eran absolutamente horrorosos. Ilegibles. Pero, no por eso, frustrantes. Para alguien que quiere escribir, el periodismo es una buena salida y yo empecé, obviamente, con el deportivo que es el que conocía. Fue una buena iniciación, pero me convencí tanto de que iba a ser buen periodista que me olvidé de los cuentos. Pensaba que nunca iba a poder ser un buen cuentista. Dejé de escribir ficción muchos años. Hasta que vine a Buenos Aires y me crucé con Raymond Chandler».

Y fue ese autor, probablemente, el que determinó quién, cómo y de qué manera fue Soriano. Es cierto que al Gordo le fascinaba leer a Julio Cortázar, a Edgar Alan Poe, a Ernest Hemingway, a Howard Lovecraft, a Guy de Maupaussant y -de quien terminó siendo muy amigo, al punto de que él le escribió el prólogo de La hora sin sombra- a Adolfo Bioy Casares. Es cierto que lo desvelaba Jorge Luis Borges: «Lo pongo a otra estatura. Siempre me pareció tan gigantesco que no cuenta siquiera como modelo. Es tan inalcanzable que no parece terráqueo», decía, repleto de admiración. Pero, aún así, Chandler fue distinto.

Por todo.

Raymond Thorton Chandler (1888-1959) era un periodista de Chicago, que trabajaba como reportero del London Daily Express y de la Bristol Western Gacette. Y fue, probablemente, uno de los estandartes de la novela negra moderna, esa que creó con su libro El largo adiós, un modelo de escritura: uno en que los asesinatos ya no tenían detectives perfectos, uno en que los casos no siempre se resolvían, uno que volvió a los diálogos un elemento nuevo y constante dentro de una historia en prosa.

Soriano se volvió rápidamente un fanático de Chandler. Las noches porteñas lo encontraban en cualquier bar leyendo y aprendiendo de este autor. Y su amor fue tan potente que para Triste, solitario y final tomó prestado a Philippe Marlowe (el personaje cliché del escritor norteamericano). Así, el Gordo comenzó a armar historias (no sólo novelas, sino también relatos que él nunca aceptaba como cuentos: «Yo nunca hice un cuento. Eran notas con datos reales que pulidas quedaban como cuentos a medias. En parte, lo armaba así porque no soportaba cruzarme con un fracaso tan fuerte. Esos textos cortos no resisten a un análisis estructural») donde los hombres se comían palizas, donde los personajes eran fanáticos del fútbol, donde los protagonistas fracasaban con mujeres, donde había improperios y prostitución y violencia.

Pero eso no fue lo único que igualó a Soriano con Chandler. El escritor norteamericano por sus formas y por su capacidad de amarrarse al imaginario popular sufrió lo mismo que el Gordo: sus contemporáneos lo criticaban fuertemente y las academias de literatura se dedicaron fuertemente a criticarlo.

Pero sobrevivió.

Como Soriano. Al que constantemente se lo criticaba. Al que la Universidad lo ignoraba. Al que ciertos grupos vanguardistas calificaban de burdo y de populista, generando acusaciones como esta, que apareció en la revista Babel: «No puede haber un escritor que trabaje con un banderín de San Lorenzo colgado en la punta de la máquina de escribir». Al que le costaba entender por qué en el resto de Latinoamerica los escritores se querían más entre sí. Al que le seducía mucho más sentarse con la gente del teatro, porque eran menos competitivos y más generosos. Al que esos golpes le dolían fuertemente. Al que hoy, a la distancia, muchos de esos ya no pueden parar: porque después de quince años, porque después de aquel día de enero en que muchos amigos se acercaron a un local de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires para velarlo, porque después de tanto, este año le llegó un fuerte reconocimiento: la novela negra de Buenos Aires, en el Festival, lo declaró su padre.

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Soriano, probablemente, no hubiera ido a aquella plaza si es que no se lo hubiera pedido algún jefe. Quizás, alguna de esas madrugadas en las que ejercía su profesión de felino podría haberse hecho una escapada. Pero nadie lo sabe.

Lo que sí es seguro es que pasara lo que pasara para el que se siente en el banco desde donde se vieron los disparos, para el sicario buenmozo, para el hombre con cara de boludo y para el Fisura, la historia hubiera sido mejor si la hubiera escrito el Gordo. Seguro.