El día del arquero

En la vida de los arqueros parece no haber grises. Pero bajo esos tres palos crueles, hay historias. Como la de Esteban, un pibe de 18 años que partió de Tandil a los 15, no pudo adueñarse del arco del Rojo y ahora lo intenta con el de Chacarita: “Al puesto lo sufrí muchas veces”. O como la de Leandro Sequeira, de 27 años, que ya lleva nueve con los guantes colgados pero aun conserva las sensaciones: “El hecho de llevar ropa diferente no es pavada, no compartís ni las medias con tus compañeros. Te sentís excluido”.
“Los arqueros son todos raros”, reza una de las máximas futboleras de café.. Lejos de basarse en cualquier historia de vida o realidad humana pasible de debilidades y errores, la afirmación es fácil, calculadora, cruel. Es así. En la vida de los arqueros parece, sólo parece, no haber grises. Buenos o malos, vencedores o perdedores: mentiras o mentiras. Los grises existen. Las vidas están presentes bajo los tres palos, las experiencias juegan a la hora de cortar un centro o de ir a buscarla adentro.  Los grises son ellos, se los presentamos: Esteban Poli y Leandro Sequeira. Son laburantes, arqueros desconocidos, que lucharon y luchan para llegar a estar debajo de tres postes. Son los que explican como se siente un ser humano a la hora de atajar un penal o de ver cruzar la vida entera, en forma de pelota, a través de la delgada línea que se instala como la cornisa del fracaso y el éxito: la línea del arco. Sus sensaciones, sus experiencias en Inferiores, la “rareza” del mundo del arco contada por sus protagonistas más desconocidos pero no por eso menos fidedignos, valiosos e ilustrativos de un mundo lleno de matices y de grises.
Él es Esteban Poli, tandilense de la primera hora. Con 18 años entrena día a día para adueñarse del arco de Chacarita. Es suplente de la cuarta división del Funebrero y pasó por equipos como Santamarina de Tandil (Argentino A) e Independiente de Avellaneda, de donde quedó libre luego de dos años. Vive en la pensión del club, alejado de sus afectos y su familia, estudia periodismo paralelamente y cuenta lo que se siente estar en un arco. Es decir, cuenta su propia historia: “La sensación es difícil de explicar, simplemente, un día me puse los guantes y sabía que eso era lo que me gustaba. Desde los 5 años que juego y esa sensación siempre me acompañó”.
Esteban o, simplemente, Poli, como lo llaman los amigos, cuenta como vivió el desarraigo de su ciudad natal en la etapa de inferiores: “Me fui de casa muy chico, tenía 15. Era la primera vez que me iba. Fue la época en la que quedé en Independiente. Cuando era más chico no me daba cuenta de la presión que es estar en el arco porque cuando podés volver a tu casa, ver a tu familia, es diferente. Estar lejos, en un arco como el de Independiente, es otra cosa. Los primeros meses fueron bastante duros. Te tenés que amoldar a una vida a la que no estás acostumbrado. A mi me dijeron que me tenía que ir de mi ciudad de un día para otro. Tuve que dejar el colegio, mis amigos, de un miércoles a un lunes.” Poli relata todas las sensaciones que lo invadieron al estar lejos de su familia y al quedar libre, luego de dos años en el Rojo: “Es difícil, me sentí muy solo. Pero, te terminás dando cuenta de que tenés una familia atrás, unos viejos como estandartes que son el soporte de los momentos difíciles. Cuando me dejaron libre fue duro, pero intente usarlo a mi favor, entender por qué pasaron las cosas, en qué había fallado. Me dí cuenta que había que ser más fuerte de cabeza, de personalidad. Me dejaba pasar un poquito por encima, faltaba carácter. Pero esas situaciones te ayudan a pensar, a recapacitar un montón de cosas. Nunca pensé en dejar el fútbol. Volví al club de Tandil y la seguí luchando”. La historia de Poli demuestra que debajo de un travesaño no solo hay un arquero o un par de guantes, hay una historia, frustraciones, sufrimientos, presiones humanas que lo acompañan a uno hasta lugar más solitario, hasta al área chica.
Cuando Esteban se probó y quedó en Chacarita volvió a la Capital. Desde allí, analiza el puesto que tanto lo apasiona: “Es muy ingrato. Si el delantero falla goles, vaya y pase, pero cuando se equivoca el arquero, lo crucifican. Si no estás fuerte de la cabeza, perdiste. Hay que encararlo con la mentalidad del día a día. Si bajás los brazos, perdés. Al puesto lo sufrí muchas veces. Es difícil estar debajo de tres palos. Te dan la 1 y vos tenés que rendir. En el arco juega una solo, te dan una chance, no te pueden mover más a la izquierda, de lateral, o de 8, el arquero juega en el arco y ya está. Y en las que tocás tenés que demostrar todo. Por eso, el proceso es más cruel para un arquero que para un jugador de campo. Vos rendís o tenés otro atrás que te está pisando la cabeza. Todo lo tenés que demostrar en una sola pelota, una sola chance. Hoy soy suplente en Chacarita y sin motivación no se puede vivir el día a día. El tercero arquero también existe, y lo sufre. Juega la cabeza más que en ningún otro puesto. No hay que caerse, no se puede. Si querés jugar al futbol, y más si querés ser arquero, le tenés que dar para adelante y arriesgar”. Arriesgar el futuro, la chance de quedar libre, de que te descarten, del siempre cruel “ya no nos servís, pibe”. Esteban lo sabe: “Yo estudio periodismo, además de que porque me gusta, para tener un plan B. Si jugás al fútbol tenés que tener un plan B. Te pueden dejar libre y después no encontrar club ¿Y ahí que hacés? Tenés que tener una alternativa”.  Poli dice que se “arriesga” por la pasión: “Esto es lo que me gusta y sé que puedo llegar. Yo quiero se jugador de fútbol, quiero ser arquero”.
La otra historia es diferente. Es de otro gladiador, de un guerrero aparentemente vencido. Es Leandro Sequeira, de Pasteur, provincia de Buenos Aires. Tiene 27 años, es preparador físico y director técnico diplomado. El “Negro”, como lo conocen en el pueblo, desistió de ser arquero profesional a los 19 años, luego de miles experiencias vividas, sufrimientos, amarguras y presiones familiares que estuvieron presentes desde el primer momento: “A los 5 años empecé con el fútbol. Me acuerdo que mi viejo me obligó a ser  delantero, porque todos en mi familia habían ido al arco, entonces él quería que fuera 9, un goleador. Pero no funcionó, a los 3 partidos me di cuenta de que el arco era lo mío. Sentí mucha atracción por el puesto, el hecho de ser el único que la podía tocar con las manos, el que verdaderamente era diferente dentro del campo me ganó el corazón para toda la vida”. Leandro asume que el mandato familiar, y la presión del padre influyeron muchísimo en su carrera futbolística: “A mi viejo lo sufrí, mucha presión. Un día tuve que pedirle que pare de darme indicaciones porque no podía soportarlo más”.
En la vida de Leandro hubo algo que lo marcó de por vida, lo que más le influyó en su decisión de dejar el fútbol: “Lo que más me lastimó fue el proceso de pruebas de los diferentes clubes. Son tremendamente injustos”. Al respecto cuenta dos anécdotas que rompen con la linealidad de los postes, siempre tan rectos, y da a entender los padecimientos de la persona que está debajo de los guantes: “La primera vez fue en Newell´s, a los 16 años. Fueron tres días enteros de prueba, entre las 11 y las 20 horas, te paseaban por todas las canchas, jugando sin cesar. Es terrible, no podes rendir jamás de esa manera, nunca. La sensación que te deja cuando no te fichan es fea, porque no te dicen que no quedás, te dicen “te vamos a llamar”. Todavía estoy esperando el llamado. Me acuerdo que esa vez nombraron a todos menos a mí, entonces me ilusioné, dije ‘quedé’, pero no, ni siquiera habían anotado mis datos. Eso para un pibe de 16 es demoledor. Después de 3 días, donde me acalambre todo por no dejar de jugar de la mañana a la noche, que ni siquiera te nombren, que no hayan anotado tus datos siquiera… La desilusión es grande, una sensación de pérdida total. Luego, a los 17, un par de empresarios nos llevaron junto a otros compañeros a una prueba en Capital Federal. Casi un reality show, para ver si encontraban alguna joya y comprar el pase. Lo organizaban Estaban Domenech, el “Chivo” Pavoni, Quique Piaget (Ex Argentinos Juniors). Me llevaron a un country junto a 42 chicos más. Fue muy  cruel, no les importaba nada. Ellos eran una empresa, como empresarios la historia de cada persona les era nula. La última noche levanté 40 grados de fiebre, nadie se enteró. En la pensión me cuidaron mis compañeros. Mucha falta de compromiso, llevan muchos pibes para rellenar. Para repartir, y te dicen “bueno, vos andá para allá, vamos a ver que pasa”. Eso se siente. Más de la mitad estábamos de relleno. Aunque no fui muy bien entrenado, quedé preseleccionado. Entonces me mandan de nuevo al pueblo diciéndome que iban a esperar un año  para ver si crecía en centímetros, porque ellos buscaban arqueros altos. Al parecer yo les había llenado el ojo pero no daba con la altura. Cuando terminé mis estudios secundarios la realidad golpeó la puerta, era jugársela o empezar a trabajar porque la familia lo necesitaba. Según ellos no crecí lo suficiente, me dijeron que buscaban arqueros más altos. Mido 1,81. No les alcanzó. El proceso de prueba es lo más duro del sistema de inferiores”.
Con el sufrimiento asumido y las frustraciones digeridas, el Negro de Pasteur, analiza desde el retiro cómo se siente el puesto de arquero: “Cuando entrás a la cancha, sos vos, te identifican al toque de los demás. El hecho de llevar ropa diferente no es pavada, no compartís ni las medias con tus compañeros. Te sentís excluido. Con los guantes, a veces te preguntás ‘¿qué hace este tipo adentro de la cancha?’  Si sos arquero, te señalan con el dedito, te afecta, por más que tengas personalidad, te sentís muy observado. El jugador de campo se puede desahogar corriendo, vos no, estás preso, marcado en el área. Tuve muchas frustraciones como arquero, en el puesto es muy frecuente. Muchas veces injustas, no importa cómo, siempre terminás cobrando vos. Es muy injusto. El dolor, la sensación de ver cruzar la pelota la línea del arco, si bien hay otros 21, es única. No te la puede contar nadie, la tenés que vivir. Es frustrante.”
Con la nostalgia a flor de piel, Leandro reflexiona a cerca de su decisión de dejar el fútbol y cómo fue su último partido en Primera en su querido club de fútbol de Pasteur: “Yo siempre me imaginé en Capital, atajando en algún equipo de Primera. Cuando me di cuenta era tarde. Aparecieron otros factores. Una decisión familiar. Necesitaba trabajar, con el fútbol se cerraban las puertas. Las mujeres y las salidas de noche a los 19 años empezaron a influir también. Cuando la joda está a la misma altura que el deporte, la batalla está totalmente perdida. Por eso decidí dejar el fútbol y dedicarme al estudio. Pero, antes, jugué mi último partido. Fue triste el día que me retiré, fue injusto. Algunos me putearon, me sentí lastimado. Que te insulte gente de tu pueblo debe ser lo peor de todo. Me fui llorando porque en ese mismo lugar  dejé colgado mi sueño, en el vestuario de Pasteur, ahí quedó, en un banquito verde en el que siempre me cambiaba.” Un banquito verde que guarda mucho más que unos guantes, guarda la ilusión de lo que no pudo ser, de lo que nunca se tiene a la vista y siempre se desprecia: las historias de vida.
Por último, Sequeira, no se olvida de sus compañeros que corrieron la misma suerte y recuerda que luego de fracasar en el fútbol la vida sigue, y ahí, empieza una problemática mayor: “Luego de la desilusión de dejar algo que uno ama hubo que dar, necesariamente, una vuelta de hoja. Si el sistema del fútbol fuese más abierto, más justo, quizás yo no hubiese llegado de todos modos, pero te aseguro que la realidad sería otra para muchos. Los chicos que fracasan en el fútbol son una oferta de compromiso, dedicación, respeto y valor a la sociedad, pero se los excluye del sistema. Los que no pueden dar una vuelta de hoja como yo, que seguí con el estudio, se quedan afuera de todo, detenidos en el tiempo. Muy pocos pueden seguir adelante, y eso que son personas riquísimas para la sociedad, pero no se los utiliza, no se los incluye. Es un problema social, del sistema que maneja al fútbol y la sociedad misma”.
Entre Poli y el Negro se funden los antagónicos y estúpidos extremos de los vencedores y los vencidos, de aquellos quienes merecen las honras por, simplemente, detener un balón y de los otros, que merecen las penas por ser vulnerados por una caprichosa pelota. Los grises están más claros que nunca, las falencias de un sistema deportivo que opone y extrema todo, también. Los prejuicios de los que sentados en una redacción omiten los matices de la vida misma se ven goleados y apabullados ante la portería inmensa de las experiencias vividas. Historias, que lejos de toda rareza, te rompen el arco.

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