Marco, de Bérgamo a Almagro. Un recorrido en ocho idiomas por la vida de un italiano que nos sumerge en buena parte de la historia de la segunda mitad del siglo XX. Pasa sus días en su kiosco en Yapeyú y Quito, pero su mente sigue viajando. “Yo no soy racista, maltrato a todos por igual”.

En la esquina de Yapeyú y Quito, barrio de Almagro, hay un kiosco. A través de dos ventanas, una para atender a los clientes y la otra para despachar bebidas, se asoma el Tano. El Tano, pocos lo saben, se llama Marco y todos los que pasan seguido por esa esquina le dicen así porque tiene un acento italiano inconfundible. Nació en Bérgamo, a 30 kilómetros de Milán, hace 52 años. No llegó en barco escapando de la guerra, como buena parte de la enorme comunidad de italianos que migraron a Argentina: él vino en avión, de vacaciones. Y se quedó. “Hace 18 años que estoy acá. Casi soy un argentino mayor, dentro de poco voy a poder sacar el registro. Cuando llegué tenía 34, en el 96. Vine de vacaciones con una amiga. Era un poco más que amiga, en verdad. Yo en Italia estaba casado pero mi mujer se quiso separar porque se enteró que yo tenía una amiga. Muy deportista no fue. Yo seguí con esta chica que era además mi secretaria en el trabajo. Ella siempre me decía que quería venir a visitar al tío que vivía en Argentina. Hasta que un día le dije: ‘bueno vamos’”. Cuando el 1 a 1 del menemismo ya no tapaba la marginalidad ni la desocupación, un italiano con trabajo y una secretaria que encima era su amante decidieron quedarse acá. No tenía familia, ni promesas, ni nada: sólo se dejó llevar por lo que sus ojos veían y por la adrenalina de dejar un pasado atrás. “¿Qué me gustó? ¡Las chicas! Sí: lindo país, el modo de vida. Pero sin dudas lo que me gustó fueron las chicas. Comencé de cero una vida distinta. Sin anclajes: ni laboral, ni sentimental, ni físico”, dice y gesticula.
-¿Cómo arrancaste?
-Empecé a trabajar, como yo tengo la suerte de hablar varios idiomas me las ingenié. Hablo bien bien seis idiomas y otros dos que me las arreglo: italiano, inglés, francés, portugués, alemán, castellano y tengo en desuso el holandés y el ruso.
-¿Ruso?
-Porque estuve viviendo tres años en Rusia. Justo a caballo del cambio, durante la Perestroika de Gorbachov: 89, 90 y 91. He vivido el momento más lindo entre comillas. También viví el golpe militar que le hicieron a Yeltsin. Yo iba de lunes a viernes a Moscú y me volvía a Italia el fin de semana, durante tres años. Esa semana no pude comunicarme con mi familia, ellos sabían que había un golpe de estado. Fue la primera semana de agosto del 91. Cortaron todo: comunicaciones, banco, teléfonos, televisión. Hasta las embajadas estaban aisladas.
Sentado sobre un cajón de cervezas dado vuelta, con la lucidez que le da el ristretto – “acá ustedes toman agua, no café” – que se acaba de tomar para sacarse la modorra de la siesta, el Tano cuenta su historia mientras el motor de cada una de las cuatro heladeras que tiene este kiosco intenta tapar su voz. Su historia es, de alguna manera, buena parte de la historia del siglo XX contada en primera persona. “Yo soy ingeniero electrónico. Trabajaba en una multinacional de Estados Unidos, Allen Bradley. El tanque Bradley es conocido. Y los radares son los que están acá, en Ezeiza. Yo laburaba como responsable de la parte robótica en Italia y supervisaba todos los países del Mediterráneo y del norte de África. Dejé un buen trabajo y a mi novia de ese momento para quedarme acá. Mi último sueldo, para que tengas una idea, fueron 17.500 dólares. Todavía conservo el recibo. Para que me digan que soy un boludo que dejé un trabajo que me pagaban 17.500 dólares en el 96. Sí, soy un boludo. Sin duda alguna soy un boludo. Sin falta soy un boludo”.
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-Una cerveza.
-¿Palermo o Brahma?
-Brahma.
-19 pesos. Te la doy por la otra ventana
El cliente lleva mameluco de albañil y se asoma a la puerta, que siempre está cerrada con llave. “Eso no es una ventana”, le grita Marco desde la ventana correcta mientras agita la birra.
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Cuando vuelve a sentarse aclara: “Yo no soy racista, maltrato a todos por igual”. Y sigue contando una historia que poco parece tener con el tipo que habla ahora y que corta su relato a cada rato para hacer recargas de celulares y explicarle a dos adolescentes que no tiene helado Bon o Bon pero sí bombón helado. El Tano antes de atender este kiosco en el que también vive la mayoría de sus días estuvo en los cinco continentes: trabajó en Australia, China, Japón, Arabia Saudita. “Estuve un mes y medio en el desierto del Sahara, porque uno de las especializaciones era la automatización de la Palm Line, que es la línea del oleoducto, desde el pozo hasta el puerto. Yo estuve un mes y medio en un oasis en el desierto. Los fines de semana nos llevaban con un helicóptero a la capital. A pesar de que allá rige la ley islámica más complicada, tenés una zona turística que tiene de todo: night club, tomar alcohol, lo que quieras. Estuve en Nigeria también, hermosísima pero muy complicada. Lagos, la ex capital, era una ciudad hermosa pero en esa época complicadísima por los conflictos tribales. Andaba con escolta armada, tenía ocho hombres para cuidarme”. Desde que bajó de aquel avión con la que era su secretaria, nunca más volvió a salir de Argentina. Se tomó sus vacaciones y viajó, sí, pero siempre recorriendo el país. Ni siquiera volvió a Italia, a visitar a sus padres o a su hermana porque calcula que con su hija y su pareja implica gastar 150 mil pesos en tres semanas. “Con lo que me cuesta ganar la plata…”, se queja y recuerda que recibió a su madre en 2007 “porque para ellos con el Euro es más fácil”.
-¿Y no extrañas esa vida que llevabas?
-Extrañar no. Tengo la suerte de no arrepentirme nunca de lo que hice. Me acostumbré tanto a viajar que no extraño nada. Yo soy italiano porque nací allá, es mi tierra, pero antes que nada yo soy ciudadano del mundo. Acá estoy bien. He vivido el 2001, 2002, que fue complicado, pero tengo la suerte de adaptarme bien en todos los lugares donde estoy. Los tres años en Moscú fueron espectaculares, fue la mejor época de mi vida. Allá en esa época tenías el cambio oficial que era 1 a 1. Después cuando llegabas al aeropuerto te enterabas que había un cambio turístico de 7 rublos a 1 dólar. Pero también había un cambio en negro: 100 a 1. Para que tengas una idea, un empleado promedio ganaba 400 rublos, o sea 4 dólares. Y a mí me pagaban en dólares. No tenía cómo gastarlo. Hasta que aprendí ruso, tenía una traductora. Muy bonita. Y ella era mi amiga también.
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Aparece otro cliente. “Tobarish”, lo saluda el Tano. Y se pone a hablar en ruso un par de minutos.
Cuando vuelve a sentarse en el improvisado banquito, Marco explica que era un ucraniano que es ingeniero petrolífero.
-¿Y vos de ingeniero nunca laburaste en Argentina?
-Me ofrecieron. En el 97, a través de un amigo, me contacta uno de los jefes técnicos de una empresa que tiene la planta acá en San Fernando. Me fui un lunes a las 8 de la mañana. Me levanté a las 4. Cuando llego veo siete personas alrededor de una máquina. A los quince minutos viene el que me había citado y me dice ‘disculpe pero estamos complicados porque no logramos que la máquina arranque’. La máquina tenía montado un sistema de Allen Bradley. ‘Me permite’, le dije. Me mostró el listado de programación. Revisé. Tac, tac, tac, cambié un test del programa, una pavada y arrancó la máquina. El tipo me dijo: ‘vos mañana estás acá’. Yo era jefe de robótica de Allen Bradley, para mí era una pavada, como que ahora me pregunten cuánto vale el agua San Roque. Yo estaba contento, una de esas casualidades de estar en el lugar justo en el momento justo. Me llevó con el de recursos humanos y le dijo a este señor ‘mañana lo quiero acá’. Hablamos un rato, me explica que iba a ser jefe de mantenimiento, con turnos rotativos. Me pregunta si sé cómo viene la cosa del país. Ahí ya pensé, uia. Y me ofrece 800 pesos por mes y el 10% en Ticket Restaurant. Le dije que gracias pero por 800 pesos por mes no regalo 15 años de conocimiento, más allá de que yo trabajaba en gastronomía y ganaba 400 pesos por mes de sueldo, más 3.500 de propina. No me convenía desde el punto de vista económico. Sabía que era una época difícil del país, que los ingenieros andaban manejando un taxi y todo eso. Tuve la oportunidad y no la quise aprovechar.
Tal vez en ese cincuentón ucraniano de musculosa blanca que pasó por esta esquina para cargarle crédito a su celular haya otra historia como la de su colega que ahora es kiosquero. ¿Cuánta gente habrá comprado algo en este kiosco y pensado qué personaje el tano este, sin imaginar esta historia que esconde: que esos mismos ojos que ahora asoman sólo a través de una ventana vieron la salida del comunismo en la URSS, sintieron cómo empezaban a ponerse de moda los petrodólares, vivieron el partido inaugural del Mundial de Italia 90 (pasaron 24 años, pero el Tano todavía me carga porque Camerún le ganó a Argentina aquella vez), atendieron a Margaret Thatcher, se animaron a decirle al yanqui que manejaba la casa central europea de Allen Bradley que no se iba a desafiliar al Partido Comunista por más que la Ley Mc Carthy o el mismísimo Ronald Reagan se lo pidieran porque él viene de una familia proletaria y tiene sus ideas políticas que no las mezcla con su trabajo? ¿Cuántas historias anónimas como esta quedan escondidas entre el bosque de ladrillos y los tres millones de habitantes que tiene esta Ciudad?
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Por ahora, está la de Marco Giovarruscio. “Por los idiomas cuando llegué me fue sencillo arrancar por la gastronomía. Yo desde los 15 a los 19 años, cuando iba a la secundaria en Bérgamo, iba a lo de mi hermana que se casó con uno de los Cipriani, que son los fundadores de la cadena de hoteles y restaurantes. ¡Los Cipriani! ¿No los conoces? Allá en Venecia hay una Isla en las afueras que tiene un hotel de 17 estrellas. No cinco: 17. En el 80 hicieron la reunión del G7 ahí. Atendí a la Thatcher, a Reagan. Allá aprendí muchísimo de gastronomía, estamos hablando de un nivel iiiiuuuuua. Por eso una de mis características es que soy independiente. Desde los 15 que no necesito de nadie”.
Marco alterna siempre entre el mal humor y el chiste: es un italiano como los de las películas. Musculosa, medias, ojotas y fuma casi con la misma frecuencia con la que putea. En una hora y media de conversación, el Tano se prende al menos seis cigarrillos. Quizá siempre sea así o, tal vez, lo haga en esta ocasión para encender recuerdos que tiene de hace tiempo: “ Acá expliqué que había trabajado en los Cipriani y me contrataron como mozo en Luna Caprese, en Acassuso, porque era un restaurant de categoría frecuentado por turistas. Iba medio plantel de River. Si no tenían partido, el miércoles iban a comer ahí: Francescolli, el Diablo Monserrat, vino Ramoncito (por Diaz) también, que como yo soy hincha del Inter lo saludé. Resultó ser bastante garca el dueño del restaurant al final, entonces me fui”. Desde ahí siguió con la gastronomía durante más de diez años: una pizzería en el centro con Claudio, quien luego se volvió su socio pero tuvo que cerrar en 2002 cuando la recesión; después un restaurante en Flores hasta que volvió a aparecer Claudio, que abrió un local en Recoleta de comida francesa que él atendía como encargado y andaba bárbaro, hasta que les quisieron triplicar el alquiler. “Ahí terminé con la gastronomía y puse esto. Yo quería abrir un barcito. Lo que pasa es que por la Ley de la Municipalidad del reverendísimo, excelentísimo e hijo de mil putísimas de Macri me piden para abrir un local nuevo tres baños: hombres, mujeres y discapacitados. Tengo que tener 200 metros cuadrados para poner tres baños. Y puse esto. Y acá estamos, desde 2010. Abrí dos días después de que el Inter ganó la Champions League”.
-¿El Inter?
-¡Cómo! Si pierde el Inter no me hables por dos días. A la cancha acá no voy porque me gusta el buen fútbol, no este que se juega acá. Simpatizo por Lanús porque vivo en zona Sur. Bah, vivo acá, pero tenemos casa en Montechingolo. Abrimos todos los días el kiosco. Lunes a sábado desde las 7 hasta la 12 de la noche. Viernes y sábado hasta las 3 de la mañana. Domingo desde las 8 de la noche hasta las 12. Mi vida es un poco aburrida, sí. Lo que extraño es la cancha. Nosotros con el Inter ganamos un clásico, salimos campeones y mandamos a la B al Milán. En el 79. Todo en el mismo partido. Un orgasmo. Triple orgasmo. Ese día pensé que se caía todo. Y dicen que la Bombonera late. Andá a cagar con La Bombonera. ¿Sabés lo que es San Siro con 92 mil hinchas del Inter saltando? Era la locura total. 15 minutos saltando. Tuve miedo porque sentía un temblor. ¿Viviste algún terremoto? Yo sí. Dos veces. Un cagazo bárbaro. Acá era lo mismo. Eso sí extraño, es lo único que extraño.
Su vida, que durante los 36 años que pasó en Italia fue casi de peregrino – no sólo el trabajo: de chico competía en un torneo nacional de karting que cada fin de semana se corría en un punto diferente del país –, ahora casi se reduce a esta ventana. Y a esta esquina. Con eso y muy poco más, le alcanza. Tiene dos hijas. Una de doce que lleva el apellido de Marcela, su mujer, porque “como dicen las chicas soy un poco descarado” y otra de diez a la que no ve porque ya no tiene trato con la madre. La ventana, las hijas, el kiosco y también el Ajedrez: “Juego en Once. Rivadavia al 2300 en el Alfil Negro. Me faltó una norma para ser maestro. Tengo 2100 de ELO. Es una de las grandes pasiones de mi vida. Y me siguen gustando las chicas, obviamente. Marcela, es un poco más deportista. Lo sabe ella. Mai sportiva”.
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Aparece otro cliente que le hace un comentario futbolero.
-Todos perros son. Boquita, River, Racing, Independiente, San Lorenzo. No existe el fútbol argentino, fútbol menor. El inter. 2 a 0. Con lujo
-¡Nah, qué Inter!
-¡No rompas las pelotas! 2 a 0 con lujo: dos palos, un travesaño. ¿Qué más querés?
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El abuelo de Marco estuvo en estas tierras entre 1910 y 1920, durante la Primera Guerra Mundial. Según su nieto, el nono Benedetto hizo fortuna en Argentina. “Supuestamente trabajaba en una mina de oro en San Juan. Estuve buscando en el registro de los inmigrantes y no aparece nada. Él me había contado algo de su época como inmigrante, pero nada más. La cosa curiosa fue que una tarde estábamos sentados después de un almuerzo y me dijo: ‘te va a gustar Buenos Aires, algún día vas a vivir allá’. Yo le dije: ‘sí abuelo sí, otra vez tomaste de más’. No le dí importancia. Parece que era brujo. O me conocía. Ya tenía casi 80 años”. Cuando volvió a Italia, Benedetto Giovarruscio era uno de los hombres más ricos de la región de Pescara. “Mi viejo, en plena segunda guerra, tenía maestro de violín, nursery inglesa y alemana y chofer que lo llevaba y lo traía a la escuela. Me decía que la segunda guerra la vivió porque tenía la batería antiaérea arriba de la casa, pero nada más”, cuenta Marco. La fortuna le duró nada más que 20 años a los Giovaruruscio porque luego de la guerra vino la devaluación. “Antes de la guerra mi abuelo le prestó plata a varios conocidos, que se la devolvieron después de la guerra ya con la American Lira. Antes de la guerra, con diez mil Liras construías una casa. Después de la guerra, con diez mil Liras comprabas un cartón de cigarrillos. Muchos se hicieron la casa con la plata de mi abuelo y le devolvieron cartón de cigarrillos. Hasta al cura le prestó plata mi abuelo. Está en Internet la historia”. Lo que queda de la fortuna de su abuelo es un castillo que está en lo alto de la colina de Pescara. Marco dice que fue la primera casa de cemento armado del sur de Italia y por eso aguantó el terremoto que dejó cuarenta mil muertos en la región de Abruzzo. El Tano sigue sentado sobre ese cajón de cervezas y cuenta que en ese castillo pasó buena parte de su infancia.
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Otro muchacho se asoma en la ventana. Interrumpe.
-Tano, dice el Tucu si no tenés cambio de 100.
-Decile que Il Banco di Napoli cierra a las 15. Y le da dos papeles de 50.
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Esa no era la única referencia que tenía de Argentina estando en Milán cuando Marco se vino de vacaciones a Buenos Aires. Era la época en que Gabriel Batistuta construía con goles su estatua en Florencia y recién se había ido Diego de Nápoli, donde había sembrado una revolución. Pero había un recuerdo más fuerte, incluso más fuerte que esa premonición de su abuelo que lo acercaba a este suelo. “Hubo una cosa importante. Yo estuve preso una sola noche en mi vida. Fue en el 77. El tema de la dictadura que sufrieron acá allá sí se sabía. Se sabía todo. Yo estaba en la secundaria y cada dos por tres se hacía la manifestación en el Consulado Argentino de Milán. Había un periodista italiano de la RAI que se llamaba Tito Cortese que transmitía directamente desde la Plaza de Mayo. Ya empezaba el tema de las Madres. Siempre había un collegamento in diretto desde la Plaza de Mayo y daba todos los días el elenco de los desaparecidos de nacionalidad italiana que supuestamente le pasaban las Madres. Entonces el movimiento estudiantil recogía esa bandera. Yo siempre fui de izquierda, toda mi vida, más todavía cuando era joven: avanti o popolo, alla riscossa: bandiera rossa, bandiera rossa – canta, o enumera, el himno comunista italiano –. A veces las manifestaciones de protesta se transforman un poco. Yo era especialista en fabricar bombas molotov. Con botellas de Fanta o de Coca Cola, de vidrio. La Policía, cuando nos pasábamos, empezaba a reprimir. Pero yo siempre me escapaba, era menor. Hasta que una vez me agarraron. Tenía 16 años. Llamaron a mi viejo, estuve una noche en la comisaría. Esa etapa fue muy intensa con Argentina y la de la Guerra de Malvinas también. Por más que el gobierno italiano tenía una posición de neutralidad, el pueblo italiano los odia a los ingleses: que ellos tienen su sistema métrico, sus reglas, su sistema monetario: ¿por qué no se van a cagar? Hinchábamos por Argentina, por ser el más débil y por ser contra los ingleses. Leí cualquier cantidad de libros sobre Malvinas, a parte porque de la casualidad que yo soy del 62, que es la misma clase que fue a combatir a Malvinas, yo soy coetáneo. Sabía lo que pasó acá, eso debe haber tenido que ver también”.