Archivo por meses: marzo 2013

Félix Díaz

Félix Diaz visitó Vámonos de Casa, el programa de radio de NosDigital. El representante de la comunidad Qom «La Primavera» denunció quiénes son los responsables del despojo de las tierras ancestrales que sufrieron a manos del Estado: «El gobernador de Formosa, Gildo Insfrán, y Cristina Kirchner son socios en sus intereses». Explicó el por qué de su lucha y responsabilizó a los medios provinciales por ser «corporaciones del poder». Si no pudiste escuchar el programa (todos los martes a las 23 por www.radiolk.com.ar) te dejamos la entrevista completa acá abajo.

Camineros

Camineros reventó el aire de Vámonos de Casa, el programa de raido de NosDigital. Los chicos de una de las bandas más prometedoras visitaron el programa de radio de Nos digital y convirtieron el estudio en  una fiesta !Escuchalo acá!

30 años de construir sobre las ruinas

Hace ya muchos años, muchos aniversarios del inicio del horror, que se habla de los vestigios de la dictadura en la democracia argentina (aunque bien podría decirse latinoamericana) y sus instituciones. Si aún se le otorga algún rédito a la RAE, su última edición nos dice de los vestigios que son como huellas. Algo así como una sombra, una silueta que apenas deja adivinar los contornos de las cosas. Una huella es también como una guía en un camino del que ya conocemos el destino, el punto de llegada. Y bien sabemos que una huella dice mucho acerca de la identidad, como las dactilares que llevamos todos escondidas en los dedos.
Los vestigios, dice el diccionario, se parecen también a las ruinas. Cuando todo se desmorona y se reduce a un caos sin sentido, siempre quedan algunos restos que podemos reunir para llegar a una interpretación verosímil de los procesos previos a la muerte y la destrucción. Esos elementos teñidos del espanto, que sobrevivieron al derrumbe y la desaparición bañados en sangre, son los que nos permiten entender cómo llegamos hasta ahí. Quizás la definición se refiera más bien a ese cúmulo de ruinas que el huracán del “Progreso y la Nación” suele dejar a su paso. Esas ruinas que a su paso alborotan todo y no distinguen los cuerpos de las ideas, los sueños de los objetos, lo humano de lo inhumano. Quizás, no.
El tiempo de vida de estos elementos tiende a ser corto. Rápidamente nuevos zapatos llenos de ímpetu pueden difuminar hasta las huellas más profundas; manos deseosas de vida pueden reconstruir hasta las más majestuosas ciudades; el viento mismo puede levantar los restos por los aires y convertirlos en partículas de polvo, dejando la llanura lista para una nueva siembra. ¿Cómo explicar, entonces, 30 años de vestigios? Treinta años, sí, digámoslo en números, en letras, en nacimientos, en muertes. Unx creería que el tiempo se haría cargo de no mantener con vida tanta herencia de muerte. Si fuera solo cuestión de tiempo… Pero ni una aguja girando en el reloj, ni hojas arrancadas de un calendario son capaces de curar estas heridas, de desmantelar estructuras de odio y violencia, de torcerle el brazo a un Estado que para mantener el orden se “limpia” de algunos cuerpos. Se requiere tiempo, sí; pero, sobre todo, se necesitan políticas.
Los Derechos Humanos como categoría ética, política y jurídica existen desde la segunda posguerra, cuando la humanidad se enfrentó a sus propios precipicios, cuando hubo que frenar a los Estados para resguardar la vida de los pueblos y cuando se intentó limitar el ejercicio del poder para ponerlo al servicio de garantizar condiciones dignas de humanidad. La esquizofrenia estuvo dada desde el principio: los Estados, encargados de las violaciones más sistemáticas de los DDHH, eran a la vez quienes debían protegerlos y garantizarlos para sus ciudadanxs. Y casi igual de problemático fue el carácter universal que se les pretendió dar. Universalidad sesgada por la noción de humanidad perteneciente al horizonte específico de la modernidad occidental con un eje central en el individuo, y acordada principalmente entre hombres.
Más allá de estos problemas en el concepto, los Derechos Humanos rápidamente se convirtieron en poderosas herramientas de lucha para los pueblos. Fueron cruciales para la resistencia activa de Madres y Abuelas durante la dictadura, y para una cantidad de organismos nacidos en democracia que persiguen la búsqueda de la verdad y la justicia. En 30 años de democracia, la lucha por la defensa de los Derechos Humanos se ha centrado en la década del 70’. No es del todo sorprendente, ante la atrocidad del plan sistemático que se propuso el Proceso de Reorganización Militar. Sin embargo, es necesario ampliar el campo de visión, leer las continuidades, posar el ojo crítico en el más acá, en esas chispas que si no atendemos amenazan con volverse una fogata.
Se nos dice, desde muy chicos, que por la condición misma de ser humanos, tenemos derechos; nacemos con ellos. Para muchxs, esto constituye una verdad incuestionable. Para otrxs, es un campo de disputa, un atributo que la realidad se encarga de impugnar día a día. Aunque los Derechos Humanos no son algo que nadie nos pueda otorgar, ni ningún Estado ni ninguna ley, muchos grupos y personas parecen no aprobar ciertos requisitos no explicitados. Como el color de piel, la sexualidad, el estrato social, las ideas políticas o la ropa que usás. Estos indicadores parecen operan silenciosamente en una distribución desigual de la “humanidad”.
Ya es hora, o tal vez fue hora hace mucho tiempo, de asumir que la hipótesis de los vestigios es insuficiente. De enfrentarnos a que la represión estatal, la violencia policial y carcelaria, la discriminación étnica, social y sexual son elementos estructurales de nuestra democracia, sistemáticos y reproducidos periódicamente por los sucesivos gobiernos. ¿Cómo hablar de vestigios, de meras huellas, cuando en estos 30 años de “democracia” el total de asesinados por el aparato represivo estatal asciende 3.783 casos, entre gatillo fácil, muerte en la tortura, en cárceles, comisarías, asesinatos en movilizaciones y manifestaciones? ¿Cómo hablar de “el país de los derechos humanos cuando el Estado se empeña en limpiar, en desaparecer a casi cuatro mil de sus ciudadanxs?
Solo con políticas podremos redibujar el fino trazo de las huellas dactilares de nuestro país. Al día de hoy, resisten aún demasiado profundos los surcos de lo que se dio en llamar “la noche más oscura”. Y las decisiones de este día simulado con lamparita, parecen erigirse firmes sobre muchas de esas ruinas que apresaron nuestro pasado y aún condenan nuestro presente.

Yo no soy invisible

Yo soy Ernesto Martínez y me asesinó la policía en Lanús. Era un pibe común hasta que me volví una víctima más del gatillo fácil. Mi muerte hubiera sido un plan perfecto, pero zafó de las balas Santiago, mi mejor amigo, que vivió para contarlo. Fui pobre y me mataron por serlo. En vida, nadie me escuchó. Pero no pudieron silenciarme.
 
La voz de Santi
 
Todavía no tenemos los nombres de los policías. La salita no tiene los medios para darle vida a un pibe que llega en ese estado. Los tipos sabían y ahí nos llevaron. UPA (Unidad de Pronta Atención) se llama. No da esperanza el nombre. A Ernes lo dejaron ahí. A mí me llevaron al hospital Gandulfo por la herida en el brazo. Capaz que si hacían 20 cuadras más, lo llevaban al hospital y lo salvaban.
***
La voz de Ernes
Que es un barrio privado, privado de todo ya lo dijo Maradona. Que acá la cana hace lo que quiere no lo dijo nadie, pero lo sabemos todos. Diego hizo una cancha acá en Fiorito frente a mi casa. El césped se lo llevaron los campeonatos que jugamos. La pintada del fondo la hicieron mis amigos: “Herne, amigos por siempre”. Desde chiquito, en lo de Santi, Rubén, el padre nos enseñaba a manejarnos con cuidado. Nos miraba y decía cosas que ahora entiendo. A él le daba los lujos que podía.
Nos criamos acá en la calle. Nos fascinaron siempre las motos. Las veíamos pasar desde la cancha y nos imaginábamos cuando corriéramos por todo Lomas y Lanús. A las pibas les gustan.
Vimos cómo tomaban terrenos, cómo nuestros tíos, nuestros hermanos, nuestros amigos empezaban a cartonear. Todo por tener algo nuestro. Y llegamos a hacerlo. A Santi, Rubén le compró una Yamaha YBR. En el medio conocí a mi mujer, quedó embarazada. Cuatro meses y una felicidad enorme, muchos planes.
***
La voz de Santi
Arrancamos a las 21 ese jueves 28 de febrero. Salió de la casa, nos juntamos en la esquina. Nos sacamos unas fotos, como siempre que podíamos. Éramos seis, siete. Y media agarramos la moto y dimos unas vueltas por Lomas. Siempre andamos por todos lados. A veces me levantaba y lo iba a buscar. Un par de cuadras antes del cementerio, las más escondidas, un chabón se bajó de una EcoSport. Me parece que era policía porque no dijo nada y empezó a tirar. Plá plaplá. Plá plá. Estaba solo. Después empezó la persecución de la Hilux de la policía, cuando veníamos para acá, para zafar, buscando luz, derecho por Hornos desde el cementerio. El patrullero nos empezó a tirar. Yo venía levantando las manos hasta que me pegaron el tiro en el brazo. Yo le decía a Ernes: “Acelerá, acelerá”. Seis, siete cuadras levantaba las manos y ellos seguían tirando. Si frenaba, nos iban a matar a los dos. Aceleramos, la Hilux tiró a rebaje y lo encalzó. Ernes lo esquivó y ahí nos tiró como seis corchazos. A mí me dieron en el brazo y a él le cruzó de lado a lado. A la media cuadra se dio cuenta de que le habían dado. Ya le estaba faltando el aire, se empezó a desvanecer y me pidió que no lo dejara. Yo lo puse en el tanque y con una mano aceleré cinco cuadras hasta que nos caímos. A él lo dejaron como 20 minutos ahí. A mí me empezaron a pegar. Ni sentía las patadas. Quería levantar a Ernes y llevármelo. Eran tres. Dos chabones y una minita. Pidieron refuerzos. A la minita la conozco re bien, me fue a cuidar al hospital, todo. Ahí se llenó de gente que les decían: “¡Lo están dejando morir!”. Me llevaron a la salita.

09032013-DSC_0166

Imágenes: NosDigital


El de adelante lloraba.
-¿La moto es legal o trucha?
-Legal.
Y lloraba:
-¿Y por qué corrían?
-Y si venías tirando.
De ahí, a mí me trasladaron al Gandulfo.
Tiros y tiros y tiros tiraban ellos. Sonaban plá. Ninguno era de gomas. Acá en los barrios marginales casi no usan balas de gomas. La comisaría de Fiorito ese mismo día, la cana mató a un pibe de un tiro en la cabeza. Tiraban desde la derecha y la minita de atrás. Los que nos dieron a nosotros eran de la 7ma dependencia, de Centenario, que es un descontrol. Yo caí una vez y me rompieron todos los dientes. Yo tenía 16 años. Me tendría que haber ido a las 12 y me fui a las 4. Cuando mi viejo pidió verme, a mí me estaban pegando. Lo dejaron verme por una rendija mínima.
-Andá verlo allá.
-No. Lo quiero ver, lo quiero ver bien.
Lo sacó matando.
-Ahora no lo ves nada. Salí para afuera
Indignante cómo te tratan.
A mí me pegaron una banda, no uno solo. Me quisieron quemar, pero como tiró toda junta, yo la esquivé y zafé. En esa comisaría te re verduguean.
***
La voz de Santi
Son gente como nosotros… No tienen corazón. Cómo no me van a dejar verlo más que por una rendija. ¿Y si estaba mal? Yo digo que se manejan por portación de cara. Si sos negro, feo, no valés. No somos dignos de nada.
Claro, yo le pregunté a Santi por qué no pararon.
-Si yo levantaba las manos para que no tiraran y seguían. Lo cargué en el tanque y seguían tirando. Qué voy a parar. Yo quería llegar a donde hubiera luz, ahí en el cementerio no hay nada. La gente salía a la calle. Lo mataron re mal.
Y es verdad. Porque acá no buscan a los que traen droga, que es lo que mata. Hay chicos que son muertos vivientes. Los de arriba no miran lo que realmente está matando. Si ni en la puerta de mi casa puedo dejar la moto porque vienen y me piden los papeles. Yo no conocí muy bien los tiempos de la dictadura, pero los pibes no pueden salir ni a la puerta de la casa. Tenemos miedo de que nos lleven. Estamos viviendo en un  país democrático, donde creo yo que somos libres. Y nosotros no tenemos esos derechos. Todos los días pago los impuestos y no tenemos derecho ni siquiera a hablar, a hacer una denuncia porque no sabemos si la policía hace algo o no. Todo porque vivimos de las vías para acá. Somos marginados. Eso, en una palabra: somos marginados. Para colocar un teléfono, somos zona roja. Entonces, la pucha, quizás porque no tenemos estudios, porque comemos lo que podemos comer. No hay derecho. Todos somos seres humanos. A veces prendo la tele y veo que la presidenta habla de la juventud que es la base del país. Habla de la juventud de ellos porque la nuestra no tiene derecho a andar en pantaloncito corto, a andar en moto, a usar gorra. El que la hace mal la tiene que pagar, pero acá el problema es usar gorra. Estamos cansados de siempre ser nosotros los que ligan los palazos.
Nosotros nos juntamos para pelear por la justicia de Ernes, por nuestra dignidad. Estos policías están trabajando y mañana pueden cometer el mismo delito, total ¿Quién les dice algo? Un pibe más… Todos los días, un pibe más. Parece que no somos dignos de nada.
Y los profesionales nos dicen: “Encima que tu hijo fue a delinquir, ¿vos lo premiás con una moto?”
A veces es fácil hablar cuando tenés la teoría. Sabés qué difícil cuando tenés un hijo rebelde, por ejemplo en la escuela. “Seguro que hay problemas en tu casa”. Ese chico puede ser un hombre de bien. Si hace algo, lo marginan. Yo no soy dueño de la vida ni nada. Ellos se creen que sí.
***
La voz de Rubén
Gatillo fácil en Lanús.

Gatillo fácil en Lanús.


Por el frente de mi casa pasan autos raros, dos Kangoo, que nunca vimos por acá. No sabemos quiénes son. “Tirarte contra el poder es como tirarte contra la mafia. Uno siempre tiene el temor de que pase algo raro. Por eso no queremos que le saquen fotos”, le digo a Santi para que no salga, para cuidarlo.
Esa noche misma que pasó lo de Ernes, cuando notificaron que, bueno, que el Ernes estaba muerto, los pibes se vinieron para acá. La cana apareció en la esquina y los sacaron matando. Se tomaron el vituperio de que uno está de duelo. ¿Qué quieren hacer? ¿Atemorizar? Ni siquiera tuvieron respeto. Vos imagínate que la gente está herida. Se podía armar cualquier cosa: está la bronca, el dolor. Es una provocación. No lo veo bien yo por esa parte.
***
La voz de Ernes
Caio, mi hermano, habla poco. Escucha que la yegua relincha y se preocupa. Está atada a la reja y la puede llegar a romper, pero está ocupado tratando de difundir lo que me hicieron. Nuestro cuñado, Jorge, está en el Movimiento de Trabajadores Excluidos. Está dando una mano enorme en la movilización y conseguir abogados. Caio le acepta la propuesta por Nextel: “¡Tenemos que hacer una comidita, eh!”. Gracias a Jorge ahora tenemos abogados en la causa. Rubén, cuando Santi cayó en cana el año pasado tuvo que vender el auto para conseguir un abogado que lo defendiera bien. Ahora que la otra parte es la cana, que tiene mi homicidio encima, tendríamos que vender la casa si no nos dieran una mano.
Saben que yo no tenía armas. Mis hermanos tienen la verdad. Se lo dijeron los pibes. “Aunque mientan ellos, van a tener que entregar al que tiró en algún momento. La mentira tiene patas cortas. Sabemos que la van a pagar”, dice ahora Caio. Pero mientras le saca tiempo de laburo, de descanso. La primera semana ya estuvieron dando vueltas con quién va a agarrar la causa. Parece que está definido, volvió a menores. El secretario de fiscal de menores nos dijo: “Pasa al de mayores, porque está comprobado que el que tiraba era el mayor. Al menor ni siquiera lo podemos retener porque en la investigación es como que no tiene nada que ver. No tenía pólvora en las manos”. ¡La dieron vuelta! A ellos hay que investigarlos. Y todavía no sabemos qué hicieron cuando estuvieron solos con mi cuerpo.
***
La voz de Caio
Por eso fuimos a presionar, a hacer un escrache a la comisaría 7ma. Estaban todos metidos adentro porque sabían que se habían mandado una cagada. Infantería estaba afuera. Estaban también los de la 5ta, la de Fiorito. Son todos ñieris. Logramos llegar hasta ahí de buena manera, hablando y diciendo que no íbamos a hacer quilombo.
***
La voz de Rubén
-Esto a nosotros nos afecta, porque no todos somos malos. Nos afecta a los policías que queremos hacer bien las cosas.
-Si ustedes tuvieran esa mentalidad, los de abajo suyo van a hacer bien las cosas. Esos asesinos siguen trabajando. Tienen acceso a lo que se les canta. Yo no voy a negar que hay policías buenos, pero evidentemente algo más grande funciona mal. ¿Por qué siempre mueren pibes pobres?

Sentir con los pies

A cuidar los pies. Ellos los tienen que cuidar mucho porque con sus patas no solo pisan. También sienten.
Cuando se calzan las topper blancas y los trajes verde brillante pisan disinto.

Ya no son el verdulero, el pibe del call center, el cajero de supermercado.

Son murgeros. Y nada más.

Cada poro de su piel se dilata para recibir las vibraciones de los bombos, lo aspero de la calle.

Son murga, cada uno de ellos, juntos, es una sola cosa. Son, acá se los presentamos, Los Autenticos Rayados de Lugano.

El olvidado infierno de Avellaneda

Esta es una de las tantas historias del fútbol argentino que empiezan con poder, siguen con violencia, parecen terminar con muerte, pero no: culminan con injusticia. Esta es la historia de Christian Leonel Rousoulis, un pibe de Independiente que sólo fue una vez a la cancha.
Nada podía quitarle la convicción. Eran sus gestos. Porque incluso mientras masticaba ese último choripán en la feria de Villa Domínico, no abandonaba la sonrisa que siempre tenía pegada al cuerpo. Era parte de él: no importaba cuándo ni cómo. Por eso, ese domingo 22 de diciembre de 1996 en el que el calor pesaba como suele pesar cada fin de año bonaerense, no dudó cuando un amigo del barrio lo invitó a dar una vuelta. Tampoco titubeó cuando supo, desde un comienzo, que al compañero de aventuras le faltaría plata y que debería pagarle el almuerzo. Tan sólo, una vez más, pensó en la fenomenal alegría de pasar un rato con un socio del barrio.
Y a nadie que lo conociera le podía resultar raro: la felicidad era argumento constante en la vida de Christian.
Así vivía, así respiraba. Christian era parte de los que se animan siempre a favor de la existencia. Tenía 26 años y vivía en una Argentina que cada día iba quebrándose más y más los tobillos en el desempleo y en la pobreza del neoliberalismo. Como un visionario de todo lo que podría llegar a suceder, había decidido dar un salto hacia un nuevo vuelo que lo llevaría a trabajar a una ciudad que quedaba a una hora de Atenas, en la Grecia donde se enclavaban los orígenes de su historia familiar. Imaginó que era un cambio necesario. No porque ya no se divirtiera en el segundo piso de esa enorme casa que sus padres habían construido en Villa Domínico. No porque se hubiera aburrido de esos amigos que había encontrado en Avellaneda y no en Congreso, donde sus días transcurrían con intensidad antes de irse para el Gran Buenos Aires. No, tampoco, porque hubiera dejado de querer tanto como quería a su hermanita menor. Era, tan sólo, porque viajar a Europa el 2 de enero que se venía tenía que ver con seguir soñando: con ir a conquistar otro mundo con su alegría.
Christian no había terminado el secundario. Apenas le quedaba un puñado de materias que rendir, pero la posibilidad de irse a Grecia junto con sus abuelos paternos lo seducía mucho. La primera idea era que viajara unos días antes de que terminara el año, pero se negó: no quería dejar de pasar las fiestas con su hermana y con su mamá. Total, algunos días más no iban a moverlo de ese proyecto que lo atrapaba con una emoción profunda. Una que latía tan fuerte como para dejar de lado los estudios o la enorme amistad que sostenía con sus amigos del barrio, esos a los que se había asociado sin importar la diferencia económica que siempre los separaba: como sucedió el 22 de diciembre de 96, Christian solía financiar el alimento de sus compinches sin pedir que le devolvieran algo.
Algo de nómade tenía aquel muchacho que había pasado de Congreso a Villa Domínico con muchísima felicidad y que ahora planeaba irse bien lejos, a un lugar que sólo había conocido en alguna vacación familiar. Algo que suelen llevar adentro los buscadores de dulzuras. Algo que, quizás, sus papás habían pensado para él desde el momento en que decidieron ponerle Christian Leonel. Un nombre que en cada detalle tenía una explicación: Christian, por el corazón valiente de Cristo y Leonel, por la potencia inapelable que suele tener el león en el centro de la selva.
Christian, entonces, se lanzaba a ese recorrido solitario. Al menos, en un principio. Porque su papá era un embarcado que solía recorrer el mundo y que pasaba mucho por Grecia. Y su mamá y su hermanita también planeaban irse con él a armar los días en la tierra de Platón y Aristóteles. Todo era parte de un proyecto que se había construido con la sigilosidad de un cálculo combinado perfecto, todo era para encontrarle otra puerta a la felicidad.
Pero en el medio, poco más que una semana antes, pasó el infierno.
Todo un infierno que llegó sin ninguna explicación.
Porque ni con el pulmón diciendo basta. Ni con el intestino grueso hecho migajas. Ni con dolor constante de dos puñaladas puestas a flor de piel. Ni con el cuerpo recostado contra una camilla. Ni con el comienzo de una madrugada que no lo dejaba volver a casa. Ni con los sueños que se le iban derrumbando a la vista, Christian tendría la oportunidad de entender la infinita desgracia que podía suceder en un lugar que, hasta ese día, desconocía.
“Viste lo que me pasó, es la primera vez que vengo a la cancha”, le dijo a un señor que también estaba herido, mientras lo entraban al hospital Fiorito de Avellaneda, donde los médicos pasarían las horas siguientes tratando de hacer lo imposible para sanar todo lo tremendo que había quedado del partido del domingo que Independiente le había ganado a River. O, mejor dicho, todo lo terrible que había dejado un sector tan específico como violento de hinchas que había ido el 22 de diciembre de 1996 a transformar una cancha de fútbol en espacio para una masacre.
Era de tarde, era todo una humedad y, sobre todo, era una locura que centraba la principal de sus sinrazones en un solo punto: la mirada sedienta de quilombo de la barra de River. O en su estampida, que al salir de la cancha de Independiente había vuelto tierra de nadie la intersección de la avenida Mitre y la calle Italia. O en el saldo que todo eso había dejado: un bar destrozado, gentes escondiéndose en todo lo que encontraran para que no les robaran, montones de pequeños afanos, un padre y un hijo apuñalados dentro del estadio, un pibe con la cabeza destrozada a golpes y un chico de 26 años con dos heridas mortales. Un chico que era Christian.
Apenas le quedaban a Christian dos domingos en Buenos Aires. Apenas algo más de una semana para despedirse de toda su banda de amigos. Por eso, aquel penúltimo domingo agarró su bicicleta y decidió partir cerca del mediodía con un amigo para disfrutar el cierre del fin de semana. Estaba soleado, así que salió con un short, con una remera y con una gorrita que le servía para acomodar uno de sus rasgos más distintivos: un descontrol de rulitos que servían para que cualquiera lo reconociera desde lejos. Aunque ese domingo lo que lo complicó no fueron los pelos, sino eso que los cubría: esa visera roja que tenía un diablo dibujado en el centro.
A Christian el fútbol no le interesaba. Tampoco Independiente. Es que a su papá nunca le había atraído el planeta de la pelota y nadie iba a encontrar en su casa esa imagen clásica de domingo a la tarde en la que padre e hijo se sientan al lado de la radio o enfrente de la televisión para ver algo de deporte. No le interesaba ni se le ocurría hacerlo. De hecho, era hincha del Rojo por una cuestión barrial, ya que en Villa Domínico –donde el club tiene un predio grande donde se entrena el plantel profesional- todos sus amigos simpatizaban con la camiseta de ese color. Es más: nunca había ido a una cancha a ver un partido.
Hasta esa vez.
Ese 22 de diciembre vio que el mediodía pedía salir a recorrerlo y pedaleó hasta la feria del barrio. Aprovechó que su mamá iba a estar ocupada haciendo las compras  para las fiestas, buscó un amigo que lo acompañara en la gira y se fue de excursión por las calles de Villa Domínico. Terminaba el año, terminaba el campeonato de fútbol y su amigo le propuso ir a la cancha a ver un clásico que, por condiciones naturales, parecía que iba a ser lo bastante tranquilo como para no preocuparse: Independiente, que venía haciendo un gran torneo de la mano de César Luis Menotti, jugaba de local contra River, que de la mano de Ramón Díaz ya se había consagrado campeón fechas antes. Es decir: un partido que se jugaba solo para completar las diecinueve fechas del torneo.
Nadie supo dónde, pero en algún lugar de su Avellaneda dejó la bicicleta y se fue a la Doble Visera para estrenarse en una popular. Pagó su entrada y la del amigo porque su compañero no tenía plata siquiera para el colectivo. No le importaba: la experiencia de ir a una cancha es algo que encandilaría hasta a un extraterrestre. Y ahí fueron. Y ahí vieron un gran partido, en el que Independiente desplegó un estilo de los más bonitos y ganó 3-1. Y ahí Christian gritó cada uno de los goles. Y ahí, también ahí, al salir del estadio, pasó todo eso que sólo puede llamarse, una y otra vez, el infierno.
Al menos, su mamá, Nora Tarraga de Rousoulis, lo sigue pensando así, aunque ya haya pasado mucho tiempo. En ella, en definitiva, vive el relato de todo aquello que pasó ese día y que muchos, muchos que lo vieron, se negaron a contar. En ella, entonces, vive todo lo que tiene que ver con Christian.
Nora lo cuenta. No tiene problemas en hacerlo aunque el alma se le retuerza en tristezas. Pero lo dice sin ningún temor. Es más, lo hace ofreciendo unas facturas y todo el cariño del mundo. “Nora Tarraga de Rousoulis, la madre de Christian, nunca ha cesado en su demanda por justicia y castigo a los culpables de la muerte de su hijo”, dice un ejemplar del Diario Popular que ella muestra sentada en el living de su departamento en Congreso. Su casa es la misma en la que vivió antes de irse a Villa Domínico, ese lugar al que –según cuenta- desearía nunca haber ido. De alguna forma, regresar a Congreso. De otra, fue escaparse de la casa donde nació el infierno. O, también, es una manera de seguir recordándolo en todas las horas: esa propiedad sigue estando a nombre a Christian. Varias veces él le había sugerido a su mamá que la pusiera a nombre de su hermanita –que apenas tenía quince años- porque estaba convencido de que él iba a poder construirse su propia casa.
A esta altura, el relato de Nora parece el de una experta. O, en realidad, no parece: es una experta. No lo era la tarde en que asesinaron a Christian, cuando todavía no sabía que existían las barra bravas, estaba enterada de que podían existir dirigentes que se manejaran con matones, cuando desconocía que los jueces podían desacreditar pruebas sin razón alguna, cuando pensaba, incluso, que no hacía falta poner un abogado que le pidiera a la policía que investigara por qué una madrugada la habían llamado para decirle que su hijo estaba internado en el hospital Fiorito.
“Yo esa noche no podía dormir. Eran las dos de la mañana y Christian todavía no había llegado. Yo sabía que él solía irse, pero no lo veía desde el mediodía. No llegaba y no llegaba, hasta que sonó el teléfono”, relata Nora que, todavía, se acuerda de cada detalle de ese día, incluso que había dejado en la cocina un pollo comprado en la rotisería para que Christian tuviera para comer.
Esa noche, ella no era la única a la que el insomnio le intimidaba el sueño. Desde la ventana, podía ver cómo Perla, la perra de Christian, daba vueltas en el aire y ladraba sin parar. Como parte de ese sexto sentido maldito, tanto ella como la ovejero alemán sentían que algo raro estaba pasando. “Sonó el teléfono y del otro lado me dijeron que fuera acompañada de alguien al hospital Fiorito. Me explicaron que Christian estaba internado. Yo estaba desesperada. Mi marido estaba en un barco, la nena era chica y mi mamá era ya una señora grande como para que yo la llevara. La situación era terrible”, cuenta con los ojos cerrados Nora, como si no quisiera ver nada de lo que va saliendo de su boca.
Todo en la cabeza de Nora era incertidumbre. Lo último que sabía de Christian era que había agarrado una bicicleta y que se había ido con un amigo a comer un choripán a la Feria de Villa Domínico. No tenía idea, ni se le pasaba por la cabeza, que su hijo hubiera viajado a la cancha a ver a Independiente. Mucho menos que a la salida del estadio, la barra de River iba a copar la avenida Mitre, iba a ver a su hijo en la parada del colectivo e iba a apuñalarlo por la espalda.
Llegó al hospital con una cantidad de esperanzas que se iban desmoronando en el paso de las horas. La madrugada del 23 de diciembre la recibía con lo que sería por siempre el peor día su vida. La espera en el sanatorio, la policía tomándole declaraciones, la falta de certeza de qué es lo que había pasado, la prensa intentando averiguar algo y la falta de conocimiento sobre todo eso que sucedía eran desesperantes. Estaba convencida de que todo podía llegar a salir bien, pero cerca de las 19, salieron y se lo dijeron: “Su cuerpo no pudo soportar más. Falleció”.
El dolor y el vacío le abrieron a Nora otra puerta de su vida: la de entender dónde había arrancado y dónde había terminado el infierno. Tres días después del asesinato, salió a recorrer Avellaneda para buscar testigos. Fue el domingo siguiente para verificar cuáles negocios estaban abiertos. Quién podía haber visto qué fue lo que pasó. Y aparecieron posibles voces: un abogado que estaba sentado en el café García Lorca donde la barra de River había entrado a robar, un guardia y los empleados de una estación de servicios del Automóvil Club Argentino.
Pero la voz más importante no apareció ahí. El 2 de octubre de 1997, algo menos de un año después, Rito Ramón Barrios, un barra de River, se presentó a declarar al Departamento Judicial de Lomas de Zamora contando la historia con más datos que se haya escuchado sobre este caso. Según lo que atestigua, al salir de la cancha, la barra de River se cruzó con la de Independiente y se empezaron a tirar piedras. Frente a la agresión, uno de los jefes de la hinchada de aquel entonces, Luis Pereyra –conocido como Luisito- (el otro era Edgardo Daniel Butassi, conocido como El Diariero), juntó a todos y les dijo que “había que hacer quilombo”, Barrios señaló que se encontraban Adrián Rousseau y Alan Schlenker –quienes años después llegaron a la tapa de todos los diarios al estar involucrados en una pelea por el mando de Los Borrachos del Tablón que derivó en el asesinato de Gonzalo Acro, un joven de 29 años también metido dentro de la disputa por el manejo de la hinchada-. Y, más allá de eso, aseguró que quien asesinó a Christian Rousoulis fue alguien llamado Gustavo.
Un Gustavo al que la Justicia nunca llamó a declarar.
Nora va abriendo páginas de la historia poco conocida de quién asesinó a su hijo. Asegura que no hubo un enfrentamiento con la gente de Independiente. Que el problema fue interno de River. Que hinchas del club de Nuñez ya habían sido agredidos dentro de la tribuna por gente de la barra. Que el que dio la orden fue Pereyra, quien tiempo después estuvo prófugo y, luego, volvió a la institución como entrenador de inferiores. Que el asesino de su hijo –asegura Nora- fue un medio hermano de Albino Saldivia, a quien apodaban el Mono y quien se encargaba de repartir las entradas entre la barra. Que lo mataron entre dos: uno le pegó y el otro le dio los dos puntazos. Que igual nada de eso tiene sentido porque la Justicia en la que ella creía antes de que pasara todo, en realidad, no existe.
Y no hay modo de refutarle lo que dice. Porque la causa del asesinato de aquel pibe soñador hoy prescribió, aunque en 2008, luego del asesinato de Acro, la reabrieron para que todos los acusados, en un careo, aseguraran haber olvidado todo. Porque tuvo tres abogados y no logró nada en ninguno de los casos. Porque una tarde apareció un celular que tenía un mensaje que apretaba a Alfredo Davicce, amenazándolo con vincularlo con el crimen, pero el expresidente de River apenas se acercó a declarar. Porque tras montones de años del horror no hay ni un solo detenido.
Nora se agarra todavía la cabeza, afirma que ya no le interesa saber más nada y cierra todavía los ojos esperando que todo lo que relata no haya sucedido. No hay dudas: su marido, su hija y ella  todavía lo extrañan. Lo extrañan en cada paso. Piensa en Christian, piensa en lo que habría sido de él y piensa en aquello que su hijo siempre sentía. Ahí, tras recordarlo, no lo duda y dice: “Ahora me importa ser feliz”. Y en su voz no laten solo sus cuerdas vocales sino las del chico lleno de sueños. En sus palabras aparece la aventura, el sueño. En su mirada está el mismo argumento de Chiristian: la búsqueda felicidad constante.

El bailarín terrible

Federico Fernández es el primer bailarín del Colón. El teatro es para él como su casa, sin embargo, se le complica invitar amigos. Puertas adentro, la privatización y la burocracia desfiguraron los rostros familiares. Aun así, apuesta por la cultura y sueña con un gran salto que multiplique funciones y derribe fronteras. Pasen y vean.
Son las cinco en punto. Por las calles del centro, señores de corbata y mujeres de tacos altos juegan a despegarse de sus sombras, reteniéndolas apenas con las puntas de los pies. Sobre Cerrito, las combis blancas empiezan a hacer fila mientras el sol dibuja contrastes nítidos en la fachada de este edificio inmenso. Las puertas vidriadas del Teatro Colón se abren cada tanto en un murmullo sutil, dejando salir a quienes día tras día habitan sus entrañas. Entre ellos, de jean y zapatillas rojas pero sin perder por eso el aire de príncipe azul, Federico Fernández, que con veintiséis años ocupa hace ya nueve el lugar de primer bailarín del teatro, se acerca a saludarnos y nos invita a pasar. Entrar, sin embargo, se convierte en el primer desafío. Solamente después de pedirnos los documentos, tomarnos los datos, sacarnos una foto y solicitar una autorización de la Dirección de Ballet que Federico pidió esta mañana, nos entregan una tarjeta magnética con la que finalmente podemos pasar los molinetes y zambullirnos en los intestinos del edificio. Fede, mientras nos orienta por pasillos que parecen infinitos, primero a la izquierda y ahora a la derecha, explica que el teatro no siempre funcionó así, tan a la manera de un aeropuerto, con tanta burocracia innecesaria y tanto cortocircuito entre las múltiples instancias de dirección. Ya en el ascensor cuenta que hace tiempo su relación con la Dirección General y con el sector de prensa dejó de ser buena, como consecuencia de su compromiso con los reclamos y las luchas por los derechos de trabajadores y artistas del teatro.
Fotos: NosDigital

Fotos: NosDigital


Pero como sea estamos adentro, y durante la próxima hora y media nos dedicaremos a caminar los recovecos de este colosal monumento porteño, desde los camarines hasta el mismísimo escenario, desde las salas de ensayo hasta el famoso Salón Dorado, desde el enorme sector de utilería hasta la sala principal, mientras acompañamos a Federico en el recorrido de su historia como artista y exploramos su modo de pensar acerca de la situación actual de la institución de la que forma parte. Fede tiene el pelo claro y los ojos profundos, y lleva la pasión por la danza tallada en los bordes del cuerpo. La espalda firme, las piernas largas y el cuello extenso lo delatan desde lejos. Pero el amor por lo que hace se derrama también en sus palabras y en el modo particular de enhebrarlas, en la sonrisa blanca, más amplia y genuina que nunca, cuando intenta explicar el placer que produce contar una historia bailando: “es como un cine mudo, donde hay música pero nosotros no hablamos, donde todo nuestro diálogo es corporal y con el alma en el escenario.” Entonces cuenta que las obras que más disfruta representar son aquellas que trascienden el puro divertimento y le permiten encarnar personajes con un contenido más profundo. Porque en esos casos, dice, los pasos se resignifican, dejan de ser mera destreza y aparecen con una intención nueva y mucho más honda. “Y yo lo disfruto mucho más, me deja más cuando termina la función, un aporte a mi espíritu y a mi vida que otras obras no me dan.” En medio de este recorrido por los salones y por las historias, mientras posa para una foto a la orilla de una ventana, un guardia se acerca para informarnos que no tenemos permitido estar ahí. Federico insiste en que tenemos la autorización requerida, mientras la expresión que se le dibuja entre los ojos deja adivinar que situaciones como esta se repiten a menudo. El guardia se aleja unos metros y habla bajito por el aparato negro que aprieta en la mano derecha. Mueve la cabeza a un lado y al otro, y vuelve hacia nosotros para insistir: tenemos que irnos. Mientras bajamos las escaleras, Fede recuerda una época no tan lejana, antes de la remodelación, dice, cuando todos conocían a todos, antes de que los servicios que funcionan al interior del teatro se privatizaran y las caras dejaran de ser las mismas de siempre, para ser sustituidas por las de empleados anónimos que rotan de forma periódica. “El Colón sigue siendo mi casa, porque yo lo siento así. Pero esto de nunca terminar de conocer a la gente que trabaja en el teatro… Es una cuestión de acostumbrarse capaz, no sé. Antes era diferente, era otra magia. Creo que lo que se perdió fue eso, y que de a poco se lo vamos a ir dando nosotros, las nuevas generaciones, vamos a ir encontrando la manera de devolverle al teatro esa magia que tenía, y que hoy en día sigue teniendo; la tiene cuando se abre el telón, pero no en las instalaciones y en la vida cotidiana de ensayos, de trabajo, de rutina. Todavía no encuentro eso que tenía antes, cuando yo recién entré a la compañía. Antes de que se cerrara el teatro.” Un rato más tarde, ya refugiados en la confitería (antes del teatro, hoy empresa privada) y café con leche de por medio, empezamos a desandar el camino que recorrió para llegar hasta acá.  “Las ganas de bailar surgieron, primero, por una inquietud musical. En mi casa se escucha música clásica (y todo tipo de música) desde siempre. Mi mamá es pianista, mi abuelo era violinista, mi hermano mayor es profesor de dibujo, pintura y escultura. El arte se vivía en casa. Y cuando yo era chiquito mi vieja tocaba el piano y yo me movía. De ahí vino la pregunta: ¿querés estudiar danza?, y mi respuesta: bueno”. Fede arriesga entonces que quien estudia danza genuinamente arrastra algo que le late en el cuerpo y que es difícil definir: una sensibilidad específica, dice, una esencia. Lo cierto es que con doce años empezó a estudiar con quienes fueron y son sus maestros formadores, Kathy Gallo y Raúl Candal, y lo que en principio fue un hobby devino pronto una pasión, y al poco tiempo un trabajo. “A los catorce ya empecé a trabajar como profesional en la compañía de Julio Boca, y desde ahí seguí hasta llegar acá.” primer bailarin colonEntonces nos introducimos de lleno en esa primera etapa de formación, para saber cómo vivió el acercamiento con la danza clásica y sus exigencias a una edad tan temprana. “Y… es una carrera que es desde chico. Es difícil, pero si te gusta y tenés una familia que te contenga, se puede. En realidad eso es lo principal. Si no tenés una contención, es una carrera jodida. Y lo que más te mortifica es el alrededor, más que el camino que estás haciendo. Todo lo que está alrededor: desde la competencia, hasta maestros que dicen cualquier cosa, o maestros que realmente no son maestros, que fueron solamente bailarines y no estudiaron para dar una clase, o no tienen esa sensibilidad que se necesita para poder trabajar con un chico”. Federico apunta que en el ambiente del ballet es muy difícil encontrar personas sensibles y verdaderamente capacitadas para trabajar con chicos, que puedan enseñarles pero que además sepan acompañarlos en el proceso. Es en este sentido que Fede aborda y derriba el mito instalado por los mismos maestros acerca del talento y las supuestas condiciones naturales que debe tener un bailarín. “Eso pasó conmigo, al principio fue así. Yo estudiaba y estudiaba, pero no tenía las condiciones naturales que se requerían, por lo menos en ese momento, y que mis maestros creían que eran necesarias. Pero bueno, seguí dándole, y creo que también mi maestra se dio cuenta que no era lo primordial. En realidad, las condiciones van viniendo con el tiempo y dependen del laburo que hagas. Está en uno, y en el apoyo de sus maestros. Yo tuve el apoyo de los míos, pero al principio era bajo, bastante rellenito y fofo, hasta que pegué el estirón. Vos no podés diagnosticar y predecir el físico de un chico a los 12 años. Yo no me había desarrollado. Pegué el estirón a los 14, y flor de estirón, de ser el más bajo pasé a ser el más alto. Es darse el tiempo. Y lo que pasa es que la danza apura.” Cuenta que en esa primera etapa estudió en el instituto del Colón pero sólo durante un año. Pasado ese tiempo, decidió abandonarlo y continuar con sus profesores particulares, porque la metodología de enseñanza utilizada le parecía demasiado monótona y reiterativa. “Yo era muy inquieto, necesitaba bailar, tenía la necesidad de hacer pasos y hacer cosas, y más allá de que no las sabía hacer, necesitaba a alguien al frente que me contuviera y me dijera: ya va a llegar, un momento, esperá, y no que me lo prohibiera. A mí acá me prohibían hacer los pasos, me prohibían estudiar con maestros particulares. Yo tenía que estar acá, en el instituto del Colón, y no podía estudiar a la tarde con ningún maestro. Y eso a mí me perturbaba muchísimo. Me aburría”. Entonces decidió irse, y continuó estudiando con sus maestros particulares hasta llegar a la compañía de Julio Bocca. Su experiencia nos sirve de excusa y tiende un puente que cruzamos entre sorbos de café para sumergirnos en la situación actual del instituto del Colón. “Yo creo que lo primordial en Argentina es que se cambie el sistema de trabajo de los institutos, en especial el del Colón. Debería ser el semillero de ballet más grande del país, y no lo es. Hoy en día salen más chicos de los institutos particulares. Yo sigo apoyándolo porque creo que es una institución importante, pero que tiene que cambiar. No sé si la palabra es ‘modernizarse’: que esté la gente que tenga que estar, capacitada para trabajar con chicos.” Fede también se muestra crít
ico respecto al estado en que se encuentran hoy sus instalaciones. Cuenta que las salas de ensayo del instituto que existían dentro del teatro desaparecieron con la remodelación: “ahora son oficinas, o lugares que están tirados abajo y siguen desmantelados, a puerta cerrada.” Hoy en día se alquilan salas fuera del teatro (concretamente en Villa Luro), y se dan sólo algunas clases en su interior, en las salas de ensayo del cuerpo de ballet, cuando no están ocupadas. Además de la evidente complicación que conlleva el desplazamiento entre Villa Luro y el centro para asistir a las clases, rutina compleja que empuja a muchos chicos a abandonar o continuar en otro lugar que les provea otras facilidades, Federico observa que la desintegración del instituto por fuera del teatro también resta una cuota importante de magia. “Antes el instituto funcionaba acá, y esto era el Colón. Yo cuando estaba en primer año me cruzaba a los bailarines. Ahora sigue pasando, pero es diferente. Estamos mucho más separados. El instituto debería ser el refuerzo de la compañía. Y cuando  falta un bailarín, tomar a alguien de ahí. Hoy en día no se puede, porque no hay. La gente estudia, y en cuanto sabe un poco más se va afuera, o sigue estudiando en estudios particulares. Porque no les cierra el sistema”. primer bailarin colonEl paréntesis que abrimos hace un instante encuentra ahora su curvatura final, y Fede continúa con el raconto de su breve paso por la compañía de Julio Bocca. “Yo era muy chico, recién estaba formándome técnicamente, si bien se notaban condiciones. Pero seguía siendo un chico. Y no creo que un chico de catorce años sea un profesional, no lo es física ni psíquicamente, aunque tengas un sueldo. No sos. Yo no la pasé bien, y renuncié. Porque prefería seguir estudiando.” Al poco tiempo, cuenta, logró entrar en la compañía de Iñaki Urlezaga, y luego ingresó por concurso al Teatro Argentino de La Plata, hasta que en 2004 con apenas diecisiete años entró por concurso internacional abierto al Teatro Colón, como primer bailarín. “Siempre mi deseo fue llegar al Colón. Nunca tuve intenciones ni la inquietud de vivir en otro país. Sí de viajar, cosa que hago porque  trabajo afuera también. Pero no puedo estar mucho tiempo. Lo máximo que estuve fueron cuatro o cinco meses, y más no aguanto“. Y entonces ahora sí, mientras caminamos los pasillos de este edificio inmenso, nos zambullimos en su situación actual, en un balance de las mejoras y de los problemas que aún quedan por resolver. Federico recuerda el momento del cierre por la remodelación del teatro como un período complejo para el cuerpo de ballet, en tanto se alquilaron instalaciones en un club donde alrededor de cien bailarines debían compartir sólo una sala de ensayo. Tras la reapertura, los problemas fueron múltiples: algunos, como la carencia de piso flotante en escenario y salas de ensayo, fueron solucionados con el tiempo. Otros quedan todavía pendientes. La crítica troncal de Fede apunta a la poca cantidad de funciones que se realizan de cada espectáculo. “Dentro de la sala pueden llegar a ser treinta, treinta y cinco en un año. Muy pocas. Serán cinco programas, y seis o siete funciones de cada uno. Con las giras llegaremos a cincuenta y cinco funciones, más o menos.” Si bien destaca que el 2013 será mejor que otros años (por primera vez desde su entrada al teatro realizarán una gira internacional, cuyo destino no puede revelarse, aclara abriendo bien grande la sonrisa), Federico cree que la cantidad de funciones debería ser cada vez mayor, y asimismo permitir el acceso a un público más masivo. Observa que ambas cuestiones van de la mano, y arriesga que las entradas posiblemente son tan caras justamente porque las producciones que se realizan son muy costosas y se hacen poquísimas funciones de cada una. “Creo que pasa por coordinar mejor una programación. Tampoco me puedo meter tanto ahí porque no soy coordinador, ni director, ni nada de eso, pero es real que no veo que haya una lucha de cambio año a año de cantidad de funciones. Los agregados son mínimos; se agregarán cinco, seis, o diez, entre ópera, ballet y concierto. Sigue siendo poco. Acá tiene que haber funciones todo el tiempo. Es la casa cultural más importante de Argentina y de Latinoamérica. Tiene que haber arte constante. Tiene que producir arte, tiene que producir nuevas generaciones de artistas. Y hoy los artistas están en otros lugares, se están yendo”. Fede señala con gesto grave que hoy el Teatro Colón piensa en términos de rédito económico, y que aunque es posible que este modo de manejarse genere ganancias en la actualidad, es perjudicial a futuro porque impide el acceso de un público amplio a espectáculos de ballet, de ópera y concierto. Las palabras casi se le atropellan en los labios, como apuradas por el entusiasmo que desbordan, cuando propone que“tiene que haber una política cultural del teatro como institución de abrir las puertas a todo el público, agregar más funciones, hacer funciones gratuitas, funciones en la calle, funciones didácticas.  Habría que tratar de conseguir funciones afuera, no sé, salir, montar un escenario en la calle y hacer un ballet completo, eso también atrae. Abrir las puertas. Que haya un día que salga un peso, que sea simbólico.” primer bailarin colonAdemás de ocupar el lugar de primera figura en uno de los teatros más importantes del mundo y con la finalidad de descentralizar la danza clásica en el país y sacarla a pasear por fuera de la ciudad de Buenos Aires, Fede tiene hoy un proyecto propio: Ballet en Gala, espectáculo que protagoniza, produce y dirige desde el año pasado. “Mi idea es, con este grupo, ser una unión de todas las compañías oficiales que hay en Argentina, que son pocas, pero hay: el Teatro Colón, el Teatro Argentino de la Platala Compañía de Salta, la de Córdoba, y la de Tucumán.” Explica que aunque algunas son muy pequeñas, tienen bailarines como referentes, y que su intención es poder invitarlos a bailar al pasar por sus provincias. “Para mostrar que hay una unión y un interés, para que estemos todos más unidos con el ballet, porque hay muy poco ballet en Argentina, y está muy centralizado acá. Mi idea es llevar la mayor cantidad de ballet clásico posible al interior. Mostrar el repertorio resumido en piezas cortas, lo mejor del repertorio y que sea un espectáculo de nivel, con todas primeras figuras.” La función de estreno fue en el Teatro 25 de Mayo de Santiago del Estero en diciembre de 2012 y fue un éxito rotundo, con el teatro repleto, y la segunda presentación se realizó también con enorme concurrencia el 9 y 10 de marzo últimos en el Teatro Independencia de Mendoza. “Y así tengo unas cuantas más programadas, y posibles giras al exterior. Mi idea es hacer algo latino, poder tener todas parejas de Latinoamérica, poder hacer una buena gala en la que participen todos bailarines latinoamericanos, mostrando el buen nivel que tenemos.” Entre el Colón, su proyecto de Ballet en Gala, y las invitaciones que recibe para bailar en otros teatros del mundo, sobre todo en distintas partes de Brasil, Fede se pasa la vida corriendo y cuenta que el año que lo espera viene con mucho movimiento. “Pero bueno, es el momento para hacerlo. Es ahora, después no. O no me va a dar el cuerpo o no voy a tener ganas.”  Todos los días ensaya de diez y media de la mañ
ana a cinco de la tarde en el Colón, usando el horario  de descanso para ensayar sus propias cosas, y que al salir se junta a ensayar en otra sala con el grupo de Ballet en Gala hasta bien entrada la noche. Y sí, se ríe, a veces se pasa de rosca. “Pero no lo tomo como un sacrificio, eh. Porque es lo que yo elegí. Y vivo de lo que yo elegí. De eso no me quejo. Te puedo decir estoy cansado, me duele acá, me pudre tal cosa, pero no lo cambiaría ni loco. Soy un privilegiado. Y tengo que ser consciente de eso. Es muy poca la gente que vive de lo que fue su pasión desde chiquito.” Fede Fernández es un apasionado de lo que hace, y se le nota en la voz, en la palabra, en la sonrisa que se le enciende en los ojos mientras habla. Por eso, vuelve a insistir, ni el esfuerzo ni el cansancio son para él materia de protesta. “Me quejo más del alrededor y de las cosas que quizás como yo estoy del lado del bailarín creo que se pueden cambiar, y si estuviera del lado de la dirección tal vez vería las posibilidades que existen, y me daría cuenta de que no se puede. Pero yo desde este lado lo tengo que exigir. Y no tiene que ver con la dirección de ballet, sino con una política cultural en general. Tiene que haber forma de hacer más funciones. Este año es bastante bueno para el Colón: hacemos varias. Ahora hay que sacarlo afuera. Hay que salir a la calle.”  

Camboya profundo

Fue suficiente apenas enterarnos que habían vaciado cada ciudad del país, que entre los asesinados y esos a los que se dejó morir, la población se redujo un tercio en cuatro años, que se abolió la moneda, que ser profesional o saber un idioma extranjero eran los mejores pasajes para convertirse en difunto con rapidez. Todo para entender que desde Camboya hay una historia para contar, una de esas que te erizan los pelos justo antes de reprimirte las ganas de vomitar.

Los campos quedaron quietos, ahora con algo de suerte son museos de la memoria. Los miles de cráneos apilados viven inmóviles. Ni siquiera volviendo a nacer se nos quitará la mezcla de vergüenza con humillación por lo que a una nación entera se sometió. Desde Argentina estamos bien lejos de Camboya, y tan cerca, por conocer bien de torturas, genocidios y masacres planificadas.

Los genocidios de la periferia no cotizan fuerte en la Historia Universal, así quedan fuera los tutsis de Ruanda, así sabemos casi muy poco de Pol Pot en la Camboya de la década del ´70. En Camboya pasó de todo. Los Jemeres Rojos obtuvieron en abril de 1975 el poder en medio de los fuertes coletazos que la Guerra de Vietnam propinaba incesante al vecino país. Al iniciarse la guerra, Camboya mantenía una estrecha relación con Vietnam del Norte y China a través del Rey Sihanouk. El golpe del dictador Lon Nol en marzo de 1970, cambió la política externa en medio del conflicto, para pasar a apoyar a Vietnam del Sur y a los Estados Unidos. Más allá de la mudanza de influencias, las bombas no cesaron jamás de caer sobre territorio camboyano por saberse que allí se refugiaban tropas del Viet Cong. Entre octubre de 1965 y agosto 1973 los Estados Unidos arrojaron sobre suelo camboyano mas de dos millones y medio de toneladas de explosivos en trece mil pueblos.

camboyaDespués del diluvio que sumergió al pequeño país del sudeste asiático en las sombras, el Reino de Camboya hoy busca su progreso de la mano de la occidentalización: el turismo genera mayores ingresos que los que el Estado recibe por impuestos, los verdes billetes son la unidad de medida para todo, los rieles -moneda nacional- son solo para cambio menor a un dólar y un ingles fluido se mete en cada estudiante, esos mismos que usan o tienen un amigo que usa la casaca de Messi.

Los detalles de las torturas y los asesinatos son los mismos que los que nos enseñaron Etchecolatz, Videla, Viola, Massera, Von Wernich y todos esos hijos de puta que sabemos que todavía caminan por nuestras calles. Pero más allá de silencios eternos, los lugares no pueden callar, hablan solos cuando tienen tragedia encima, y eso, en cualquier parte del mundo. Supimos bastante por los libros que conseguimos, pero supimos realmente la magnitud cuando pisamos los lugares: la escuela Tuol Sleng (S-21) y el antiguo cementerio chino de Choeung Ek.

camboya

Blanco y negro para la muerte

Pol Pot, indiscutido líder de los Jemeres Rojos, estaba convencido de vaciar por completo las ciudades para impulsar un renacer de la nación jemer partiendo de la producción de arroz. Con el mismo movimiento buscó la eliminación de la población citadina considerada ociosa-improductiva mediante una migración forzada al campo. El centro de detención ilegal S-21 se encontraba en pleno funcionar en medio de la vacía Phnom Penh, capital del país. Allí llegaban para ser torturados los supuestos contrarios al régimen: profesionales o conocedores de idioma extranjero, muchos jemeres rojos sospechados de traidores y todo aquél que no se adaptase a las nuevas. Todos fueron inmortalizados antes de ser asesinados por el fotógrafo oficial del centro de detención ilegal Nhem En. Ahora esas fotos son los rostros del terror instaurado por Pol Pot, el miedo y la resignación licuados en cada uno de los retratos en blanco y negro que ocupan seis salas enteras de las grandes. De los catorce mil que transitaron S-21 solo doce sobrevivieron, tan solo esos que se encontraban vivos dentro en el momento de la invasión vietnamita, siete de ellos quedaron atados a los instrumentos de tortura.

Los anchos tres pisos de los dos bloques de lo que supo ser una escuela se transformaron fatalmente en celdas de detención ilegal. Los parlantes en los mástiles del patio sonaban alto con consignas del partido; trataban de callar los gritos de muerte que emitía desde allí toda una nación. Aunque siempre que los pocos oídos que quedaban en la capital lograban interpretar la masacre, eran solo impotentes ante tamaño genocidio.

“Como un emisario, no puedo evadir las responsabilidades. Soy consciente de mi responsabilidad por las almas de los que murieron. Particularmente, soy legalmente responsable de la muerte de más de diez mil personas y me reverencio a la Cámara Extraordinaria de la Corte de Camboya como un individuo que hizo, sin implicar a ninguno de mis subordinados. Ésta es mi confesión total. Y constantemente rezo por las almas de los que han muerto. Nunca me olvido de eso…”, palabras de Dutch, director de S-21, durante los juicios iniciados en Camboya en 2009 que terminaron en 2012 otorgándole cadena perpetua.

camboya

Rellenos humanos privatizados

Hasta Choeung Ek viajamos diecisiete kilómetros durante unos cuarenta minutos hacia las afueras de Phnom Penh en tuc tuc, ese típico carro camboyano con lugar para dos pasajeros integrado a una moto, el medio más sencillo para moverse. Antes de que Pol Pot lo eligiera como uno de los lugares para darle riendas al genocidio, amplificando los asesinatos y sembrando fosas comunes en cada rincón, este verde campo con sus frutales, rodeado de plantaciones de arroz, era un cementerio que por siglos estuvo reservado para los inmigrantes chinos.

La corporación japonesa JC Royal desde 2005 tiene la concesión otorgada por la municipalidad de Phnom Penh de la explotación turística de los campos de exterminio de Choeung Ek. Por treinta años la privatización de la memoria del genocidio a cambio de quince mil dólares anuales. La entrada paga incluye una voz que nos va a seguir en cada paso que demos aquí dentro para explicarnos hasta los pequeños detalles:

“De todas las tumbas aquí en Choeung Ek, esta bien puede ser la más difícil entender. Las víctimas que murieron aquí eran mujeres y niños. La mayoría de las mujeres que fueron empujadas a este pozo habían sido despojadas de su ropa. Algunas habían sido violadas también. Hasta bebés fueron asesinados aquí, muchos, ante los ojos de sus madres. ¿Ves ese árbol grande cerca? Se llama el árbol de la matanza. Los soldados agarraban a los bebés por las piernas, estrellaban las cabezas contra él, entonces sí los arrojaban a la fosa. Todo esto por la noche, al resplandor de las luces fluorescentes, con el sonido de la música revolucionaria. ¿Por qué matar a los niños? ¿Por qué de esta forma tan brutal? En primer lugar, era rápido y fácil. Además, cuando un miembro de la familia era asesinado, todos los demás debían ser muertos, así no quedaría nadie vivo en busca de venganza. Un lema de los Jemeres Rojos: Para excavar el césped, hay que eliminar incluso las raíces.´ Las personas que descubrieron este lugar encontraron sangre, restos de cerebro y fragmentos de huesos en la corteza del árbol. No entendían por qué hasta que la tumba fue abierta”.

El árbol, ahí parado, robusto y con un perdón en cada rama y cada hoja, a pesar del paso de los años, los japoneses y los juicios a las cúpulas, los olores a muerte no los puede olvidar. Las cabezas estalladas en su corteza, no lo dejarán jamás en paz. Los olores a muerte son terribles, claro, no te dejan vivir.

Las precipitadas ondulaciones que se repiten en todo el terreno nacieron del trabajo de los Jemeres Rojos al remover tierra para realizar los rellenos humanos. Al poco tiempo que Vietnam irrumpió en Camboya, adelantando la huida de los líderes rojos con Pol Pot a la cabeza hacia Tailandia, los campos de la muerte de Choeung Ek eran el propio infierno. La descomposición de los cuerpos en las fosas comunes hizo estallar y rebalsar éstas, poniendo a disposición del sol y la naturaleza decenas de miles de cadáveres.

En medio del campo se erige un memorial bien alto, de unos cinco pisos, que aloja todos los cráneos encontrados de las víctimas de Choeung Ek, vidriado, para guardar sin esconder la memoria cruda y violenta que representa. La quietud domina hasta el aire que se cuela entre las fosas oculares que sin duda miran, miran mucho más profundo que muchos de los que todavía pueden caminar y respirar. No todo esta en su lugar, los movimientos de las tierras y las lluvias, siguen dejando a la vista fragmentos de huesos humanos y restos de ropa entre la negra tierra y el césped.

Los locos genocidas

Mirar todas las imágenes del S-21 al atravesarlas, pisar el césped de Choeung Ek, son más que aventuras introspectivas de reflexión, la locura de una cúpula dirigente no es suficiente para que las explicaciones razonen con uno mismo y nos den una idea acabada de que se trató de un plan. Que aunque maquiavélico y horrible, fue un plan con su propia lógica interna. En Camboya aún, las explicaciones históricas se las sigue llevando en una porción grande la locura. Así los esclarecimientos se vuelven más una cuestión de fe que un análisis histórico genuino. Entender las causas de un genocidio a partir de la locura, será siempre por lo menos peligroso y facilista. Estar en los centros de detención ilegal moviliza bien dentro, y nos da la seguridad de entender que el genocidio camboyano fue un plan que involucró una logística tal que no puede haber nacido solo de la locura de un puñado.