Archivo por meses: enero 2013

Documentar la vida en común

Azul Blaseotto, artista y comunicadora, caracteriza su trabajo como documentalismos. Repasamos desde su investigación con una cooperativa de astilleros en Dock Sud al nacimiento en Berlín de su heroína de historia Frau K. Sus últimas obras tienen a la dictadura del 76’ como protagonista: “La historieta que armé de los juicios es sobre cómo Frau K entra a los tribunales y se enfrenta a mirar a Videla. Es sobre el trayecto hasta encontrarte con el horror cara a cara”

Fotos: NosDigital


El verano colorea las sombras de los árboles en esta tarde de miércoles, mientras cruzo la calle y entro en el bar. La encuentro enseguida, en la que según me cuenta mientras nos saludamos es su mesa preferida, justo al lado de la ventana abierta, desde donde el sol entra sin pudores y la esquina se abre ante los ojos como un paraguas recién estrenado. Por un instante imagino una postal de una Buenos Aires lejana. Desde esta máquina del tiempo, Azul Blaseotto nos recibe con una sonrisa que extiende entre pequeños sorbos de café para contarnos más acerca de su manera particular de comprender el arte y ponerlo en práctica.
A Azul se le bambolean los rulos mientras cuenta que se formó en la Escuela Nacional Prilidiano Pueyrredón, donde se especializó en el área de pintura recibiendo una enseñanza que define como muy tradicional. Mientras habla, entre sus comisuras se curva la sombra de un paréntesis, y Azul apunta que no todo podía aprenderse en la Escuela Nacional. “Estaba un poco quedada en el tiempo en cuanto a cómo aproximarte a tu propia producción. Estaba orientada a que fueras pintor, a que pintaras de una manera determinada, con ciertos materiales, y una de las metas principales era entrar a una galería.” Llegada a este punto, Azul traza en el aire una línea divisoria entre este modo de hacer arte y el suyo. “Con el tiempo yo me di cuenta de que no me interesaba primordialmente vender en una galería, porque no me interesa producir objetos para decorar nada, sino que me interesan más bien los procesos comunicativos y vivenciales de compartir con el otro.” Esta atracción por el universo de lo interpersonal irá filtrándose en el transcurso de toda nuestra charla mientras abordamos algunos de sus trabajos más significativos.
Pero ahora sus palabras dejan una puerta abierta, y nos apresuramos a atravesar el umbral para conocer más acerca de su modo de comprender el arte. “Hay una concepción de que el arte no es comunicación, de que el arte es expresión. Con eso yo no me identifico. En realidad, hago arte justamente porque me interesa comunicarme y comunicar ciertas cosas. Qué cosas: cuestiones puntuales que tienen que ver con lo político, lo social y lo cultural.” Siguiendo esta línea, Azul trabaja en proyectos que surgen a partir de temas que despiertan su atención, realizando en primera instancia una investigación artística en el territorio en el que el tema en cuestión se desarrolla.
Entonces, para que comprendamos en profundidad su modo de trabajar, Azul esboza los pormenores de un proyecto iniciado en el 2005, fundado en la investigación de dos astilleros de Buenos Aires. “En ese momento, era muy interesante el clima que había, porque con la crisis del 2001 todos los astilleros del país habían cerrado, quedando en pie sólo dos: uno estatal, que era y es el Astillero Río Santiago, y otro que se había puesto en pie en el Dock Sur en el 2003, levantado por un grupo de trabajadores que decidieron entrar a ese astillero abandonado y formar una cooperativa.” Se detiene a explicar el gran contraste que existía entre ambos (mientras el primero empleaba 3700 personas, el segundo sólo contaba con 35 empleados) y apunta que aunque en un primer momento su intención fue investigar cómo funcionaban dos economías tan diferentes en un país económicamente arrasado, su interés fue desplazándose progresivamente, de modo que “terminé trabajando mucho más y haciendo un seguimiento hasta el día de hoy con el astillero de la cooperativa.”
El trabajo consistió fundamentalmente en un relatoevo fotográfico que la artista fue realizando en visitas frecuentes al astillero (que se extendieron durante alrededor de dos años) y en el armado de una película. “Yo tengo muy presente esa cuestión interpersonal. Me interesa mucho eso. Por eso fui al astillero dos años a sacar fotos, y a veces no sacaba ninguna foto, y lo único que hacía era estar ahí. En realidad para mí la obra del astillero no son todos esos ensayos fotográficos, ni siquiera la peli, sino el haber estado con ellos todo ese tiempo, y poder haber decidido con ellos cómo mostrar esas fotografías.” Se trató de un proceso complejo, que implicó no solamente compartir la cotidianeidad de los trabajadores y conversar con ellos, sino también reflexionar en profundidad acerca de qué era lo que buscaba transmitir con su obra. “Cuál era mi objeto. Si la cara de ellos, si ellos con el lugar, si la atmósfera. Al final se fue armando todo: era una narración lo que me interesaba. No la imagen en sí misma, sino el relato del día a día de personas que tienen un lugar de trabajo precario, unas condiciones de trabajo precarias, y que a pesar de todo lo llevan adelante. Era eso.”

Además de las fotos, algunas de las cuales fueron expuestas en el Palais de Glace, sobre un soporte en forma de barco que fue también realizado en el astillero, Azul grabó lo que posteriormente se convertiría en una película. Aquí, sin embargo, se permite dibujar una pausa para aclarar que “suena muy grande hacer una película: en realidad lo que hice fue ir a grabar durante dos o tres días, todo el día, y me llevé ese material a Alemania, esperando tener las herramientas tecnológicas y hacer seminarios de cine para poder establecer un guión y cortar la peli.” Señala que su modo de producción fue inverso al de las películas de verdad, donde a partir de la idea se busca una locación y se filma: “Lo mío fue exactamente al revés. Y ahí entra en juego lo artístico de tener una materia en bruto, que eran esas horas de grabación, y ver qué podía hacer con eso.”
El viaje a Alemania fue el siguiente paso importante para ella. Azul evoca los tres años que pasó en Berlín realizando un posgrado en arte-contexto como una de las mejores experiencias de su vida, aunque tiene cuidado de destacar que consistió también en un proceso de desarraigo muy duro y difícil. “Me quedé sin mi contexto social y político, entonces no sabía de qué iba a hablar. Al principio busqué unos astilleros en Alemania, por la inercia. Pero no me dejaron entrar a ninguno, no existen astilleros que sean fábricas recuperadas, no existen astilleros como cooperativa. El trabajo no era un problema en ese momento en Alemania, entonces con eso no iba a poder comunicar nada.” Define su impresión inicial como la de haber llegado a un planeta desconocido, donde reinaban el trabajo y el orden social. Las nuevas circunstancias y el malestar resultante la llevaron a concentrar sus preocupaciones en atravesar el día a día de vivir en un lugar ajeno, expresándose en un idioma que, aunque hablaba, no era el suyo.
“Tuve muchas experiencias vinculadas con el lenguaje y con el querer ser ‘como ellos’, entre comillas. Quería hablar de manera que no se notara que era extranjera.” En ese proceso, Azul se dio cuenta de que había encontrado un posible tema de trabajo: qué es lo que sucede cuando uno es sapo de otro pozo. No desde el racismo, aclara, porque nunca lo sintió así. “Me interesaba tratarlo desde el lugar de ser siempre ‘el otro’. De que a pesar de que hables el idioma perfecto, no pertenecés a ese grupo porque no tenés una historia común. Es muy difícil de explicar, y en un punto por eso me puse a dibujar. No existía ese pasado. Imaginate una sociedad donde no hay Tinelli, no hay Susana Giménez, no hay peronismo, no hay fábricas recuperadas, no hay 2001, no hay Menem, no hay Capusotto, no hay Trapero, no hay Mafalda. Son referentes que te faltan. Entonces, por ejemplo, desde el lado del humor es muy difícil decir algo divertido. Te empezás a quedar un poco muda, y eso es tremendo.”
Ese fue el tema del trabajo que presentó en Berlín: qué le sucedía a la gente como ella, pero que no era ella. “Si bien dibujé cosas que me pasaban a mí, quería ver si a otra gente le pasaban también. Entonces empecé a hacer entrevistas, a charlar, porque quería dibujar otras historias que no fueran las mías.” Y en ese contexto, mientras Azul entrevistaba a otros estudiantes universitarios del Tercer Mundo, en su imaginación fue amasando los simpáticos contornos de Frau K, heroína de la historieta que realizó como trabajo final de su posgrado y que constituye una crítica al sistema universitario berlinés. “Quería salirme de mí. Que no fuera tan subjetivo, y al mismo tiempo que no fuera tan científico. Yo no era una investigadora neutra. Las entrevistas eran bastante charladas, y pensé que en realidad las podría llevar adelante un personaje que no fuera yo. Frau K me gustaba porque es una especie de súper heroína loca; es una nena, con casco de astronauta y que se llama K.” Y entonces quizás mis cejas se hayan arqueado apenas, en un movimiento incipiente pero certero, porque Azul abre los ojos y la sonrisa bien grandes y se apresura a aclarar que “no tiene nada que ver con nuestro contexto, ahora me re cagaron. Kunst (arte), Kreativität (creatividad), Kultur (cultura), Kritisch (crítica), Kontext (contexto). La letra era todo eso. Y ella era un personaje que hacía una crítica cultural en un contexto determinado.” Además, señala, buscaba cierta resonancia con el Herr K de Brecht, protagonista de una suerte de fábulas con constantes referencias sociales que pretenden llamar al lector a la reflexión. “Me gustaba hacer para los alemanes un personaje que fuera femenino y que les despertara eso, porque Frau K quería hacer eso: contar pequeñas historias y decir ‘esto está mal’, ’esto es muy feo’, y dejarlos pensando.”

Es evidente que autora y personaje se cayeron muy bien, porque cuando Azul volvió a Argentina, Frau K no dudó en acompañarla. La pregunta entonces casi viene sola: quiero saber qué hace la niña astronauta por nuestros pagos. Azul, que todo lo sabe sobre ella, cuenta que “está dando vueltas y reinventándose todo el tiempo. Básicamente hace crítica cultural en este contexto artístico. Entonces habla, tiene diálogos por ejemplo con Antonio Berni, con Marta Traba, o con Valeria González. Hay un fanzine de Frau K donde se encuentra en un colectivo 33 con Antonio Berni y con un ex combatiente de Malvinas, y entre los tres tienen toda una discusión. Eso hace acá. Rescata distintas voces, charla.” Y adelanta entre sonrisas que quizás próximamente se encuentre con Carlos Gesell y Carlos Marx en un balneario de la costa argentina, para discutir acerca de economía y ecología.
La risa se apaga y el clima cambia cuando Azul cuenta que hace un tiempo Frau K asiste también a los juicios a los responsables de la última dictadura. “La experiencia de los juicios es tremenda. Estás muy expuesto mientras vas y dibujás. Pensar cómo mostrar esos dibujos me generó mucho respeto, porque estás dibujando a Nora Cortiñas, o a gente de HIJOS, o a fiscales de la Nación. O estás dibujando también a militares condenados a cadena perpetua, y a otros que salieron. Hay un miedo, un temor y un respeto que son difíciles de manejar. Estás muy empequeñecido y muy expuesto a todo.” Por este motivo, la artista decidió retrotraerse un poco y colocar en el lugar de los hechos a su heroína. “La historieta que armé de los juicios es sobre cómo Frau K entra a los tribunales y se enfrenta a mirar a Videla. Es el trayecto del espacio físico que hay que atravesar para encontrarte con el horror cara a cara, desde un lugar de público asistente, no como una persona implicada, ni como testigo ni como familiar. A Frau K le interesa contar esas historias de gente que desapareció y gente que fue finalmente acusada, después de que pensaron que se iban a morir en paz y que nadie los iba a escrachar en la puerta de su casa.”
En esta línea de búsqueda de memoria y reparación histórica se inscribe también el último trabajo de Azul, realizado junto a Eduardo Molinari, ue consiste en la muestra El Hotel (expuesta en Montevideo y en Berlín) y el libro del mismo título que la acompaña. Éste último fue presentado en diciembre de 2012 en La Dársena, espacio cultural ideado y dirigido por ambos artistas desde 2010, ubicado en el barrio de Almagro. Azul cuenta que tanto la muestra como el libro surgieron a partir de una investigación realizada en el Archivo de Fotografía de la Municipalidad de Montevideo en torno al Hotel Carrasco, antiguo hotel de la ciudad que fue concesionado por el Estado Municipal de Montevideo a una cadena hotelera y a una cadena de casinos, posteriormente restaurado y que será próximamente reinaugurado como un importante hotel internacional. Tras la investigación, descubrieron que “en ese hotel se habían reunido antes del golpe, en el ‘74, las cúpulas militares de toda Latinoamérica. Fue la onceava reunión de los Ejércitos Americanos, de la cual participó también Estados Unidos, y fue el germen de la Operación Cóndor. No surgió ahí, pero sí se charló en esa reunión la manera de ejecutar un plan regional para la exterminación de la subversión.”
El recorrido por algunos de sus proyectos más importantes deja traslucir un borroneo consciente de las fronteras que dividen las prácticas artísticas. En la producción de esta artista, la fotografía, el dibujo y la escritura son lenguajes para comunicar y expandir el debate acerca de temas específicos. “Hace mucho que el artista dejó de ser el pintor o el fotógrafo. Son límites disciplinarios que te impiden sacar de cada lenguaje lo que vos necesitás. Me parece que está bueno tomar lo que uno necesita de cada disciplina, y trabajar a partir de eso. Un poco como cocinar, ¿no?”, propone Azul divertida mientras se relame recordando el arroz con pasas de uva que preparaba su abuela. Más allá del lenguaje, lo que subyace es lo que se pretende transmitir. “Me di cuenta de que me interesaban los documentalismos. Documentar ciertos momentos, instancias, personajes. Me di cuenta de que podía sacar fotos pero al mismo tiempo podía dibujar, y eso me daba otro tiempo para retratar lo que quería retratar. Entonces me fui metiendo cada vez más por el camino de lo documental. Al día de hoy trabajo con las dos cosas: con fotos y con dibujos, investigando qué documentalismo se puede hacer.”

Alberdi resiste

Y vos mejor que no escapes a la lógica comercial. ¡Escucha, repetí y memoriza! La cultura, mercancía. El arte, producto. Los espacios culturales, ¡NE GO CIO! El sistema envalentonado en un montón de rectas y horizontales rígidas te encasilla en algunos de los cuadraditos erguidos ahí para lamer una etiqueta que en un juego entre los dedos y el papel se te pega en la frente, te rotula y hace ¡Click, caja! Una solemne ceremonia que pretende naturalizar la privatización de la cultura bajo la careta del progreso.
Hace rato que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires ensaya bochornosos actos en contra de espacios culturales, pero una diagonal rompe el orden al que estamos acostumbrados y que ahora se nos reaparece como una bofetada de caos. El discurso se cae. Un espacio comienza a funcionar asistemático, horizontal, organizado entre pares que buscan reivindicar el hacer, disfrutar, regalar gratuitamente arte.
La Sala Alberdi engalana la posibilidad de resistir el vaciamiento cultural y me lleva hasta un prólogo, antesala a largas páginas que relatan la vida del Che “Una desalienadora proclama del derecho a rechazar que entre lo viejo y lo nuevo solo se pueda escoger lo inevitable y no lo necesario, la libertad fundamental de reivindicar lo necesario”
Carajo.
Aunque plantarte frente a un sistema pensado para ahuecar hasta agotar totalmente la cultura libre y autogestionada te posiciona delante de mentes retorcidas que exprimen sus ¿capacidades? hasta cansarte. De esto los pibes de la sala saben bastante. Desde que comenzó su lucha y resistencia hace un poco mas de seis años con la primera orden de desalojo que los obligaba a abandonar el sexto piso del Centro Cultural San Martín, sufrieron agresiones y debieron saltar numerosos obstáculos que pretendían agotarlos. No pudieron. La sala que depende de la Dirección de Extensión Cultural de la Dirección General de Enseñanza Artística (DGEArt) funciona desde el año 2010 como un espacio de toma y autogestión que ofrece a la comunidad gran cantidad de talleres y espectáculos a la gorra. ¡Metete tu lógica comercial en el orto!
Las provocaciones sin embargo continuaron y llegaron a uno de sus puntos máximos de tensión con los primeros días del nuevo año. El 2 de enero, cuando los pibes quisieron ingresar al edificio estaba cerrado ¿Por qué? Vacaciones hasta el 10 de Febrero. Bueno, ándate vos de vacaciones, la Sala Alberdi no depende del Centro Cultural San Martín. Permiso, déjame pasar. Pero NO. A las ofensas físicas y verbales, que no son para nada pocas, se le suma que los pibes que están arriba, en el sexto piso, en su sala, quedaron ahí. Sin luz, sin baño, aislados, continuamente hostigados por patovicas que recorren el edificio y cada tanto golpean la puerta amedrentando. Con continuas dificultades para acceder a comida y agua, dificultades que se vieron sorteadas primero cuando los dejaron subirles canastas. Esta posibilidad desapareció rápido. El ingenio triunfo sobre la violencia que implica el hecho de chuparles un huevo la integridad de quienes tienen encerrados y una soga les acerco provisiones. Tijeretaso y una nueva posibilidad se esfumaba. Nuevamente se tocaban las puertas, con admirable control se pedía a los hombres vestidos de negros con armas en su cintura subir a sus compañeros provisiones y medicamentos. Otra vez, NO. Esta vez un cable acercaba la canasta hasta la sala donde la lucha resiste a cualquier tipo de ofensa.
Desde el momento cero, un acampe se instaló en la Plaza Seca, entrada recuperada del edificio después de sacar las rejas que la recubrían. Múltiples actividades culturales se desarrollan para mostrar que otra forma de difundir y defender el arte es posible. En asamblea permanente le ponen el cuerpo a la continua elección de expresarse de manera popular, independiente y colectiva, luchando para volver al espacio que les pertenece, de donde nadie puede echarlos porque ellos lo construyen con puro laburo. Difícil que lo entiendan quienes gestionan de manera deficiente la cultura de la Ciudad, pero esta vez te gritamos nosotros ¡Escucha, repetí y memoriza! ¡La cultura mercancía, las pelotas!

Pasión para levantar vuelo

Liliana Cepeda es bailarina, coreógrafa y maestra de danza clásica. Es también una ávida lectora y una amante del decir, de entretejer mundos con palabras. Pero sobre todo, es una educadora, y es en el cuerpo en donde se afirmó para expresar, trabajar, sudar y vivir con pasión cada camino por recorrer.  Crítica de los estándares que rigen las clases de técnica clásica, ha creado su propia pedagogía e ironiza en torno a los juicios sobre el «talento» y las «condiciones»: “Yo no le pago a alguien para que me diga lo mismo que el espejo me dice gratis. Y yo no soy estúpida, ya me doy cuenta de lo que me falta, vengo acá para que me ayudes a conseguirlo, no para que me enumeres lo que no tengo.”

Afuera llueve. Las gotas dibujan senderos en el ventanal y el olor del café recién hecho empaña las palabras que zigzaguean entre las mesas. Detrás del vidrio los caminantes del asfalto esquivan charcos y baldosas flojas intentando escapar de este llanto del cielo. De este lado, en cambio, la humedad se nos va despegando del cuerpo como una curita mojada mientras perdemos los ojos en la tormenta. Con Liliana Cepeda apenas intercambiamos algunos mails, y mientras esperamos en la mesa más cercana a la puerta nos inquieta saber si podremos reconocerla. La respuesta viene sola cuando por la esquina de enfrente asoma una mujer de cuello alto y rodete firme que pelea el viento con un paraguas inmenso, que camina con piernas seguras mientras cruza la calle, y que justo ahora abre la puerta, nos encuentra los ojos y nos regala una sonrisa anaranjada.

Viene de dar una clase, nos dice, y así sin más se larga la charla. “Mi actividad básica es dar clases, que me encanta. Es una cosa rara, ¿no? La gente en general da clases de clásico porque no tiene otra opción, porque estudió danza y no tiene trabajo como bailarín. Pero a mí me encanta enseñar”. Y se le nota. Porque aunque estamos sentadas frente a ella en esta tarde de jueves gris para caminar juntas las sinuosidades de su recorrido por el mundo de la danza, con la intención de conocer sus experiencias como intérprete, coreógrafa y maestra, es ésta última faceta la que le enciende la mirada cuando habla, es éste rol el que se detiene a explicar con más detalle, dejando traslucir una pasión genuina que prende chispas en el aire y le vibra en cada centímetro de la piel.

Para Liliana la danza clásica está llena de tabúes y eso es lo que la vuelve a sus ojos tan extraordinariamente atractiva. “A mí me gusta bailar, te dicen, pero clásico no. Porque yo ya soy grande, porque yo soy gordo, porque yo soy bajo, porque yo soy alto… lo que se te ocurra.”  Cuando uno estudia clásico, explica, generalmente es por ser chico y tener las condiciones. Al traspasar la barrera de la niñez, sin embargo, la situación se complica. “De los 14 en adelante, no hay buenas clases de técnica, porque total esas personas no van a bailar: están perdidos. Entonces el maestro toma de entrada una actitud de negación con el alumno. Y muchos de esos alumnos bailan de todos modos y necesitan la técnica, pero no tienen dónde estudiarla porque en las clases son un número, un billete: les cobran pero no les corrigen”. La convicción se le curva en los labios cuando afirma que es justamente por este motivo que ella se plantó en el lugar que hoy ocupa. Porque esa franja etaria también tiene derecho a estudiar. “Cuando se habla del derecho a la educación, nunca se incluye la danza. Y por qué, si también es una materia, si también la podés estudiar.”

Entonces la Liliana maestra se le esconde entre las pestañas y abre paso a esta Liliana, la alumna, que ahora cuenta la historia de su propia formación. Empezó a estudiar clásico cuando terminó séptimo grado, y fue porque quiso, sentencia, como marcando una distancia con aquellos chicos que son enviados por sus padres, que apuestan a una formación temprana suponiendo –erróneamente- un futuro asegurado para sus hijos. En su caso, en cambio, contando trece años, y criada en una familia donde aunque la cultura circulaba no existía un interés específico por la danza, Liliana decidió ella solita que quería bailar. “Y estudié siete años en una institución oficial de aquellos tiempos, muy mala. Al séptimo año caí con una profesora particular, de casualidad. Empecé a tomar clases, y el cambio fue tan impresionante que no volví nunca más a la institución oficial. No iba a ir a desarmar allá todo lo que estaba armando acá.” Para entonces Liliana tenía ya veinte años, y tuvo que empezar de cero: lo aprendido hasta entonces, según cuenta, estaba todo mal. “Y en el cuerpo, cuando está todo mal, la herramienta está mal: es necesario crearla de nuevo. Aprender a pararse, a respirar, todo.” Fueron cuatro años intensos, en los que rehízo la carrera completa, consiguió nivel internacional y aprendió, además, una manera de enseñar que luego adoptó como propia.

El nombre de su profesora no aparece durante la charla, y nosotras tampoco lo preguntamos, como si no importara, como si bastara con ver el sol que le amanece en la sonrisa cuando la recuerda para comprender la importancia que tuvo en su recorrido posterior. “Con ella aprendí a bailar, y también a enseñar (…) Me dejaba los remplazos, y yo iba aprendiendo a dar clases. Nos juntábamos  a veces los domingos a comer, y tomar vinito, y hablar de política, de música, de arte, de filosofía; y de técnica también. Fue como una convivencia durante cuatro años, que me salvó la vida. La verdad es que le debo todo, todo lo que soy.” Liliana la recuerda muy estricta (y quizás esto fuera por pertenecer a otra generación) y con muchísimos conocimientos. Sonríe con los ojos cuando cuenta que “le enseñaba hasta a la mesa del bar”, aunque al alumno le faltaran las condiciones: ella inventaba ejercicios para resolver las carencias de cada uno, trabajaba los defectos físicos, alentaba el compromiso.

Llegadas a este punto, la Liliana maestra reaparece, dibuja una pausa y nos introduce en el mayor problema que observa en la enseñanza de la danza clásica: el descarte. Muchas veces, cuenta, cuando el alumno comienza a estudiar se encuentra con un profesor que de entrada le dice que no tiene condiciones. Entonces Liliana se enoja, se le nota en los ojos, y desde esta mesa de bar contesta: “Yo no le pago a alguien para que me diga lo mismo que el espejo me dice gratis. Y yo no soy estúpida, ya me doy cuenta de lo que me falta, vengo acá para que me ayudes a conseguirlo, no para que me enumeres lo que no tengo.” Después de todo, qué puede saberse de las condiciones, qué puede saberse del talento, tratándose de una instancia tan temprana. “Vos podés trabajar el ajuste de los músculos, la elongación, la precisión, la velocidad, la constancia, las coreografías. No podés trabajar el talento. Entonces cómo te lo van a poner antes que nada, apenas llegaste, decirte: no tenés talento.” Liliana valora en cambio el trabajo y la constancia, para fortalecer poco a poco la confianza del alumno y demostrarle que sí se puede: “la gente recién confía una vez que ve los primeros resultados, y empieza a notar que es posible cambiar el físico y conseguir las condiciones después de un tiempo de trabajo.”

En este sentido, la Liliana alumna (y cada vez resulta más difícil distinguirlas, fundiéndose y separándose frente a nuestros ojos) afirma que esos cuatro años de formación intensa resultaron fundamentales para todo lo que realizó después. Porque la danza clásica, y lo dice con la seguridad del oficio, es la técnica base por excelencia. “Vos ni te vas a dar cuenta, pero la usás en todo. Los otros estilos te la van a pedir. Está en la raíz de todo lo que hagas. El clásico te da un agarre para partir hacia lo que vos quieras crear y para encontrar tu propia manera de bailar.” La mujer que tenemos delante es testimonio vivo de sus palabras, y esto se vuelve evidente cuando enumera todo lo que bailó: contemporáneo, clásico, neoclásico, jazz, tango y folklore. Así fue pasando su vida, con el oficio de la enseñanza pegado siempre en el cuerpo. En el camino fundó dos compañías de contemporáneo y organizó dos años consecutivos un festival de danza a gran escala. En 2007, contando ya cincuenta y dos años, Liliana se subió al escenario para encarnar a Frida Kahlo, papel que recuerda como uno de los grandes éxitos de su carrera. “Cuando me llaman para Frida, yo hacía diez años que no bailaba. Daba clases, estaba en otro mundo.” Y porque ella es eternamente curiosa, porque es encantadoramente inquieta, porque –y lo dice mientras ríe- le cuesta decir que no, aceptó. Pies Pa’ Volar fue un éxito rotundo (siguió en cartel hasta el año pasado). Para Liliana la capacidad de continuar bailando de grande es indisoluble de su propia formación. “Me quedó para siempre. Porque es un trabajo lógico, orgánico, realmente es un trabajo sobre el funcionamiento de los mecanismos del cuerpo. Y el cuerpo aprendió a funcionar.”

Quizás sea su propia experiencia, que recuerda con tanto cariño y gratitud, la que genera en ella el fervor por la enseñanza. Pero como sea, la Liliana maestra que tenemos delante se manifiesta como una demoledora del sinfín de tabúes que rodean el universo de la danza clásica y su aprendizaje. “Se supone que la clase de clásico es un lugar donde está prohibido hablar. Está prohibido bostezar. Está prohibido preguntar. Está prohibido llegar tarde.” Ella, en cambio, considera que la risa es fundamental en la clase, porque permite relajar la exigencia a la que el cuerpo está sometido. Y aquí un nuevo paréntesis florece entre las palabras, porque Liliana habla y desvela. Destaca que aunque la exigencia intelectual está legitimada, el esfuerzo vinculado con lo corporal tiende a ser despreciado por la sociedad. “Esto tiene que ver mucho con las religiones. Hay religiones que usan el cuerpo como un elemento de conexión con Dios, pero no son las occidentales. Niegan el cuerpo. Y nosotros absorbemos toda esa cultura, entonces el cuerpo es menos, y lo que haga ese cuerpo no es importante. Ahora, yo querría que te lo saques y a ver qué hacemos”.

Liliana cuestiona también el prejuicio establecido por el cual la clase de clásico no puede ser disfrutada: “Y por qué no, si es bailar. Yo bailé de todo, y todo me dio placer. Porque lo que me gusta es expresarme a través del  cuerpo. Con lo que me pongas. Todo lo que sea lenguaje. Yo uso todas las palabras que haya, porque yo me quiero expresar. Con la danza es lo mismo.” Y aquí surge también la importancia de la palabra, comúnmente erradicada del territorio de aprendizaje.  Liliana destaca, sin embargo, la importancia de hablar durante la clase, de abrir un espacio al diálogo, de compartir. “Las palabras tienen una cosa de confusión que no es inocente. La manera de usar el lenguaje no es inocente. Por eso yo hablo mucho, y uso mucho el lenguaje en las clases. Les hago pensar sobre la palabra que se usa, por ejemplo la exclusividad y la exclusión.” Sonríe apenas cuando alude a la exclusividad que supone el conocimiento de la danza clásica, a la creencia difundida de que “da nivel”, haciendo hincapié en el nivel de exclusión y de segregación que en realidad comporta. Liliana considera el elitismo del clásico como una contradicción, en tanto “la danza clásica es de los pobres. Quién quiere ser príncipe. Los príncipes son. No quieren ser: son. No bailan danza clásica, ni ahí. Están ocupados con cosas más importantes, como robarse países.”

Entonces dibuja otra pausa y nos introduce en los orígenes de la danza clásica, que aunque nació en Italia, se magnificó en Rusia, donde en una suerte de audición, el Maestro de Cuerpo de Baile elegía los bailarines que serían incorporados a la Corte. Quienes se presentaban eran los pobres, relata, que de esta manera se aseguraban una buena vida. Quizás este sea el origen, arriesga Liliana, de la idea de que el maestro elige a sus discípulos. “Hay en la cultura de la danza clásica toda una cuestión del maestro-dios, y el alumno pobrecito, miserable, que tuvo la suerte de que el maestro lo mirara.” Entonces nos preparamos gustosas para escucharla arremeter, una vez más, contra lo establecido. “En realidad uno es como un abre caminos. Yo tengo esto, lo conozco, te lo muestro y te lo facilito. Y vos verás si vas por ahí o no. Yo como profesora tengo que entender que lo que te doy es un servicio, y no por eso yo soy más que vos.” Critica a aquellos maestros que abren un abismo entre sí mismos y sus alumnos, estableciendo una jerarquía que en realidad no tiene sustancia, y que avalaría la práctica habitual de cobrar para no enseñar, imponiendo un respeto que no es genuino. “El respeto se produce por cómo es mi relación con vos. Si es impuesto, no es respeto, es mentira, es presión, es una cosa que genera sociedades de mierda, donde el respeto es una obligación que vos me debés a cambio de nada. No. El respeto es algo que se produce, igual que el afecto, igual que la confianza.”

Liliana Cepeda continúa hablando, y la pasión se le desborda por los poros cuando alude a los objetivos de su clase. Señala que el aprendizaje es un proceso integral y complejo, porque el bailarín debe formarse simultáneamente como instrumentista e instrumento. “Yo tengo una mala guitarra y me compro otra, pero yo tengo un mal cuerpo y no me puedo comprar otro. Eso genera mucha confusión y conflicto emocional, porque tengo que ir formando el artista, el intérprete, mi objetivo y mis gustos.” Es decir, se trata de un diálogo constante entre la mente y el cuerpo: por un lado, encontrando el camino de qué es lo que se quiere hacer; por otro, cincelando el cuerpo, tallándolo hasta conseguir las formas necesarias. “Yo confío mucho en que después de todo ese tiempo la persona termina resolviendo qué es lo que quiere hacer. Pero si no le diste seguridad, si no le diste buena información y buena formación, no va a poder decidir. Porque no llegó a ver que en realidad no dependía de tener o no las condiciones, ni de que te mire la varita mágica de no sé quién.”

Para cerrar el encuentro, Liliana nos regala una frase que su marido rescató para ella. Es de Mahler, y dice así: La tradición es la transmisión de la pasión, y no la adoración de las cenizas. La saboreamos en silencio. “Es maravillosa. Hermosa. Si uno no transmite la pasión, no hay nada. La danza no existe sin la pasión. Es eso. Arrollar, arrasar. Es lo que ponés en escena. Y lo que le transmitís al otro es formarse para lograr eso, que la gente se conmueva.” Pagamos la cuenta y nos adentramos en la lluvia. En la avenida el agua sube, los colectivos no frenan, las bocinas se quejan con insistencia. En el bar quedan las puntas, nuestros trajes de princesa, la sensación de haber bailado al compás de sus palabras. Otra vez dos escalones, uno veinticinco, por favor, de nuevo al mundo real, pero llevando en los bolsillos el vuelto y un secreto: dentro del cuerpo subyace la magia.

Imagen: NosDigital