Esa fue la sentencia de Abelardo Castillo ante el primer cuento que Vicente Battista leyó para los miembros de la revista El Escarabajo de Oro. Y no se equivocaba. En este encuentro, el hombre de lentes y pipa encendida habla del trabajo del escritor y cuestiona el ideal del artista romántico. Pero sobre todo, nos regala mil risas y anécdotas en la vertiginosa narración de su propia vida.
Al otro lado del teléfono, cuando combinamos el encuentro, hay algo en el carraspeo de esa voz gruesa que de entrada se adivina cálido. Y ahora, cuando Vicente Battista baja del ascensor y se acerca a abrirnos la puerta con una sonrisa que le colorea todas las arrugas y todas las historias, esa tibieza toma cuerpo, gira la llave y nos dice hola. Desde los sillones de su casa desandaremos juntos el camino que recorrió para convertirse en una de las figuras claves de la literatura argentina contemporánea.
Vicente elige una pipa, una entre las casi treinta que esperan en el pipero que cuelga de la pared, y con mano experta la enciende. Entonces se distiende sobre el sillón e inspira, calmo, como juntando aire para empezar a contar. Dice algo acerca de cómo fumar te vincula con el arte, y entonces conversamos acerca de las diferencias entre lo efímero del cigarrillo y, en cambio, la ceremonia de la pipa, este lánguido aspirar del tabaco, como un ritual que se extiende en el tiempo. El humo espeso dibuja formas en el aire y perfumará las más de dos horas de charla que nos esperan, recorriendo ese lento proceso de ir armándose y confesándose como escritor.
Vicente nació en un conventillo de La Boca, y con cinco o seis años se mudó a Barracas, donde pasaría el resto de su infancia y su juventud. La piel se le llena de historias mientras recuerda esos años frescos, que nos sirven de excusa para zambullirnos en el recuerdo que guarda de su papá. Escucharlo es casi abrir los ojos dentro de sus ojos, y uno puede imaginar a ese niño fascinado, observando a su padre carpintero trabajar ese material tan noble que es la madera. Fue él quien le construyó su primer escritorio, que Vicente aún conserva y que continúa siendo hoy su mesa de trabajo. “Y recuerdo que otra de las cosas que le pedí fue que me hiciera una biblioteca, así que mi primera biblioteca me la hizo mi padre, era chiquita, y bueno, ahí fui metiendo mis primeros libros.” Así, sus libros fueron coloreando los rincones de esa casa donde antes, según cuenta, sólo había un tomo de Doña Petrona.

Imagen: NosDigital
Con el escritorio y la biblioteca, Vicente ya tenía los elementos para trabajar. Nos cuenta, sin embargo, lo difícil que fue que su padre comprendiera que esto, escribir, era efectivamente un trabajo.
“Yo le decía a mi papá: ‘estuve toda la noche’. Y él me contestaba ‘sí, ¿pero estuviste qué, escribiendo?, ¿qué es eso?”. El punto de inflexión parece haber sido
Grandes Cuentos Argentinos, un ciclo que emitía Canal 7, donde su cuento
Los viejos fue tomado y convertido en una hora de programa. La presentación, se ríe Vicente, la hacía Antonio Carrizo,
“y mi padre tenía especial cariño por Carrizo porque se llamaba Antonio igual que él, eran tocayos, y además era hincha de Boca: eran un par de cosas que lo engrandecían”. Carrizo lo presentó como un joven autor argentino. Y entonces la cosa cambió; al día siguiente, Antonio padre ya presumía por el barrio que su hijo,
el escritor, había salido en televisión.
“Convencer al resto del mundo no cuesta nada. Tenés que convencer primero a tu novia, a tu familia, de que vos sos un artista.”
Entonces queremos saber cuándo se convenció a sí mismo, y Vicente no busca una fecha ni boceta una pausa, solamente nos mira y dice: siempre. Recuerda sus primeros cuentos, influenciados por su joven afiliación al comunismo. Recuerda a uno o dos amigos pacientes (
“los que me aguantaban”) con quienes comenzó a compartir sus textos. Pero recuerda, sobre todo, la primera vez que leyó ante conocedores de la literatura. Fue en el Tortoni, nada menos que junto a la gente de la mítica revista literaria de los años sesenta El Escarabajo de Oro.
“Y voy con mi primer cuento, que era un cuento que se llamaba ‘Arriba, en el altillo’, yo estaba convencido de que era el mejor cuento que se había escrito, y entonces lo leí, así, la primera vez que leía ante pares y, cuando terminé, Abelardo (Castillo)
que estaba sentado enfrente mío, así como estamos vos y yo, en la mesa del Tortoni, dijo: Este cuento es una mierda…”. No eran sutiles, está claro. Y entonces, mientras nos reímos, Vicente agrega
“pero antes de que me fuera directo al suicidio, Abelardo completa y dice: …pero acá hay un cuentista.”
Así se incorporó a la revista. El relato se desdobla ahora en un entramado de recuerdos que se le salen por los poros. A Vicente se le encienden los ojos cuando vuelve a esa época maravillosa en la que el enroscado mundo de las letras se discutía compartiendo un café, un churrasco, una partida de ajedrez. “
Era un modo de vida muy especial. Yo siempre digo que sacar El Escarabajo era una excusa para seguir hablando de literatura, porque salía cada cuatro, seis meses. Le habíamos puesto Revista Católica: sale cuando Dios quiere.
Y sin embargo, era un estar todos los días.” Pero no, aclara, amasando una literatura catedrática y aburrida, sino incorporando lo literario a la propia cotidianeidad.
“Las reuniones en el Tortoni empezaban a las nueve, nueve y media de la noche. A eso de la una de la mañana nos íbamos a comer. Éramos diez, quince, qué se yo. Y después, sobre las tres o cuatro, nos íbamos a jugar al truco a Los 36 Billares, así que amanecíamos jugando al truco, ya quedábamos cuatro o cinco.”

A comienzos de los setenta, sin embargo, algunos miembros de la revista entre quienes se contaba Battista comenzaron a manifestar cierto descontento.
“Entendíamos que había que dejar de coquetear con ciertas cosas, sobre todo con gente de la alta burguesía. Hizo casi explosión una vez que salió una foto nuestra en un cocktail en la revista La Gran Aldea que, como el nombre lo indica, era la revista de la alta burguesía porteña. Y entonces dijimos mirá, esto no puede ser, nosotros no podemos plantear una idea marxista y salir en la Gran Aldea.” Vicente recuerda una discusión agitada que no resultó en ningún acuerdo.
“Entonces nos abríamos, tan amigos como siempre, pero nos abríamos”.
Un tiempo después, Vicente y algunos de los autores que abandonaron El Escarabajo crearon la revista Nuevos Aires, volcada menos hacia la ficción y más hacia el pensamiento crítico. Pero duró poco.
“Con una semana de diferencia se va Mario (Goloboff)
a Toulouse y yo me voy a Barcelona, y la revista sale, queda Mario Marino al frente. Salen dos números más y después ya no, bueno, era mejor que no.” En el 72 Vicente, con su mujer embarazada, viaja a España llevando una película
(“La familia unida esperando la llegada de Hallewyn”, de Miguel Bejo) para la que había escrito el guión. Durante su ausencia se produce el Golpe, y su propia familia le aconseja no volver. Cuenta Vicente que
“allanaron la casa de Barracas, tiraron la puerta abajo e hicieron un escándalo. Ahí yo había llevado todos mis libros, mis escritos, y dejaron los libros pero se llevaron todas mis fotos y los textos. Yo no tengo fotos de mi infancia, se las llevaron todas.”
Así, ese año que planeaban pasar en el exterior devino prácticamente una década. Con la democracia, los Battista regresaron a Buenos Aires y Vicente pudo volver a publicar en su país. Enumera títulos y reconoce la emoción al ver su obra publicada, mientras ahora sí abordamos los pormenores del género que lo enamoró. Battista siente que lo han sindicado como autor de policiales, pero lo dice casi con alegría, y queda claro entonces que no tiene ningún problema en dejarse rotular. Habla de cómo surgió
Siroco, pensada originalmente como un cuento para un concurso, que poco a poco se transformó en novela. Después,
Sucesos Argentinos, otro policial, ganó el Premio Planeta. Cuenta Vicente que su novela
Gutiérrez a secas pretendía alejarse un poco del género, proyecto que, reconoce con una sonrisa rendida, fracasó.
“Eso me lo dijo un crítico. ¡Si Gutiérrez está buscando la cueva de los correctores! Es decir, en todos mis libros, por más que no sean policiales clásicos, siempre estoy buscando algo.” Sucederá lo mismo, aunque sí de modo definitivamente intencional, con
Cuaderno del ausente y con su última novela,
Ojos que no ven.

Vicente define el policial como un género muy rico, que explora siempre nuevas posibilidades y muta a través del tiempo. En este sentido, subraya una distinción entre el policial de enigma, con detectives como Sherlock Holmes o Hércules Poirot,
“personajes con alta ética y moral noble”, que logran resolver sus casos a través de razonamientos ingeniosos, y el posterior policial negro, que se desarrolla
“en un mundo corrupto, donde no interesa tanto quién cometió el crimen, porque el crimen lo está cometiendo toda una sociedad”. Destaca, además, que para adaptar el género a nuestro país es necesario realizar un ajuste porque Argentina no tiene una tradición detectivesca. En consecuencia,
“los que se deciden por el policial, en vez de crear un detective, crean un doctor, un médico forense, un ex policía, o algo así”.
Los senderos que Vicente transitó y continúa transitando como escritor, con breves pero felices incursiones en el cine (
“La familia unida esperando la llegada de Hallewyn”) y en el teatro (
“Dos almas en el mundo”), lo consolidan como una figura importante de la literatura argentina. Comenzamos esta charla conversando acerca de cómo defender el oficio de la escritura frente al mundo, y ahora regresamos a ello pero en el marco del proyecto de Ley de Autores (impulsado por Nuevo Encuentro), con el cual Vicente se muestra sumamente comprometido.
“La ley permitiría que todos los autores de ficción en edad de jubilarse, con un mínimo de cinco libros editados, perciban una asignación mensual.” La cuestión de los cinco libros resulta bastante arbitraria, señala Battista, y es por eso que se introdujo la idea de formar un “Comité de Notables” que determine si la trayectoria de un autor, aunque no alcance ese número de publicaciones, amerita que sea beneficiario de la asignación.
A partir de este proyecto, Vicente se planta como un firme defensor del oficio que ama y propone repensar la figura del escritor.
“Eventualmente, si sos tuberculoso estás casi a un paso de ser escritor. Tenés que ser tuberculoso, y después escritor, ¿no? Y además tenés que sufrir mucho y te tienen que golpear. Y no es así.” En el siglo XXI, la imagen romántica del escritor incomprendido y amante de los excesos, que no se preocupa por el dinero y se las arregla como puede, cae por su propio peso.
“El escritor no necesariamente tiene que ser un descontrolado. Yo siempre digo, mirá, emborrachándote no vas a ser Poe. Primero sé Poe, y después si querés te emborrachás, pero el alcohol no te va a hacer escribir Berenice.” De esta manera, Vicente reivindica al escritor como un trabajador al que no se tiene en cuenta,
“como tampoco se las tuvo en cuenta a las amas de casa, que trabajan a full, eh”, y se ríe,
“que no digan ahora: Ay, compara a un artista con un ama de casa”.
Para cerrar el encuentro, Vicente nos invita a conocer el departamento. Con sus setenta y dos años, se mueve ligero por el pasillo y en el camino señala un mueble, una foto, un dibujo enmarcado. Las paredes están empapeladas con filas de libros que arrancan sobre el suelo y casi rozan el cielorraso. En esta casa, cada objeto encierra una historia, y su dueño sonríe y las comparte todas. Se agacha y revuelve cajas, abre sobres polvorientos, nos muestra recortes de diarios viejos, revistas de otra época, desnudos del siglo XVIII, una dedicatoria en la portada de un libro. Mientras bajamos en el ascensor, Vicente todavía tiene una historia en los labios. Gira la llave y nos regala una carcajada. Y cuando se cierra la puerta, ya tenemos ganas de volver.